Los europeos, por Fernando Mires
Twitter: @FernandoMiresOl
Los Europeos de Orlando Figes es un monumental libro de historia. El tema: la revolución cultural de Europa durante el siglo XlX. El método: la multideterminación entre hechos, procesos y personas. El objetivo: pensar lo que sigue después de esa historia.
No será mala idea entonces comentar el libro siguiendo ese mismo orden.
- El tema: La revolución cultural de Europa durante el siglo XlX
Quizás deberíamos hablar, en los términos que otorga Claude Lefort al término, de una sola revolución democrática, una que ha tenido y seguirá teniendo lugar en diferentes lugares. Una revolución que comenzó siendo política con la independencia de los EE UU, que continuó siendo industrial (técnica y económica) en Inglaterra y que, en la Francia jacobina, fue social. En el hecho las tres revoluciones se han dado en cada uno de esos tres sucesos. No obstante, sus componentes han tomado un rol directriz o hegemónico diferente en los tres países mencionados.
Solo una mirada macroscópica puede entender a los tres acontecimientos como partes inseparables de un solo proceso que, al parecer – después de las revoluciones anti soviéticas de fines del siglo XX, de la caída de las dictaduras militares en Sudamérica, de las “revoluciones de las flores” (Ucrania, Georgia, Serbia) del siglo XXl cuyo último estallido lo estamos viendo en Bielorrusia – no ha terminado todavía.
Un ejemplo fue que esa misma revolución francesa predominantemente social de 1789 estuvo precedida por el estallido cultural de la Ilustración cuyo espíritu liberador se extendió, también bajo formas culturales, a lo largo del siglo XlX, independientemente a los sistemas políticos que regían en cada uno de los países de la Europa geográfica (incluyendo a Rusia).
Hay que marcar el término Europa geográfica. Pues Europa hasta el siglo XlX era solo territorial. Gracias a la expansión de una cultura cuyo punto de partida y cuyo faro luminoso fue Francia, comenzó a ser una Europa cultural antes de convertirse en lo que quiere ser hoy –y todavía no es- una Europa política y económica.
Como anota Orlando Figes, antes de la irrupción cultural decimonónica era usual que la mayoría de los europeos recurrieran al “modelo” propuesto por Montesquieu (El Espíritu de las Leyes) de acuerdo al cual existía una Europa del norte progresista y una Europa del sur atrasado. O al aún más refinado de Voltaire, quien nos hablaba de un Occidente culto y civilizado y de un Oriente semiasiático representado en Europa por Rusia y Turquía.
El hecho es que gracias al desarrollo cultural fue naciendo otra Europa: la Europa cosmopolita, centro del estudio de Orlando Figes. Una verdadera revolución cultural. ¿Cómo fue posible ese fenómeno? Figes recurre en ese punto a una metodología tradicional, introduciendo en la trama a uno de sus personajes principales. Ese personaje se llama: ferrocarril.
- 2. El método: La multideterminación
Gracias al ferrocarril las distancias lejanas se convirtieron en cercanas. Viajar aunque fuera una vez en la vida a otro país llegó a ser práctica anual. Lo amoríos distantes y utópicos se hicieron cercanos y eróticos. Aparecieron los viajeros y luego los tours, de los tours nacieron los touristas y de los touristas, la industria turística. Los países exóticos dejaron poco a poco de serlo. Los artistas, científicos, literatos, trabaron conocimiento y fueron articulándose entre sí y las ideas comenzaron a circular a una velocidad insospechada. La Europa ferroviaria, más pequeña, comenzó a conocerse a sí misma después de haber estado tan separada por la Europa de caballo y cochero.
¿Estamos hablando de una determinación de la técnica por sobre la cultura? A primera vista, sí. A segunda vista, no. La necesidad del acercamiento cultural, el naciente ideal cosmopolita, en fin, las proximidades, crearon nuevas demandas a la economía y a la tecnología. Las casas editoriales generaron nuevos oficios, entre ellos los traductores, y por cierto, nuevas técnicas: apareció la linotipia y gracias a la linotipia la literatura comenzó a ser verdaderamente universal.
Poco a poco fue tomando forma una “nueva clase”: una élite cultural de características continentales. No solo miembros de esa nueva clase, en gran parte sus fundadores, fueron, según Figes, tres personas: la cantante de ópera Paulina (García) Viardot, su esposo, crítico de arte y literatura, Louis Viardot, y el apasionado amante de Europa y Paulina, el escritor ruso Ivan Turgénev. Uno de los varios méritos de Figes fue haber descubierto el rol de este trío, haber hurgado en sus más íntimas correspondencias y haber entendido que, para que aparezcan hechos históricos, no solo se requieren determinadas condiciones materiales sino, además, la existencia de actores que estén en condiciones de actuar sobre la base de ellas.
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El original ménage aux trois entre la española Paulina, el francés Louis y el ruso Turgénev, conformó también un núcleo militante cuyo trazado objetivo fue agrupar a los miembros más destacados de la cultura europea. Residencias como las de Baden, entre otras, fueron convertidas en lugares de peregrinaje para artistas y escritores de todos los países. En ellas, Dostojevski llegó conocer a su admirado Charles Dickens quien inspiró su primera novela (Pobre Gente), Flaubert y Zola pudieron practicar sus amistosa enemistad, Paulina confesar intimidades femeninas (y quizás feministas) a George Sand y a Clara Schumann, y los pintores todavía no famosos, algunos casi andrajosos, entre ellos Cézanne, Monet, Renoir, Degas se conformaban con una comida caliente y un buen vino mientras escuchaban a Wagner hablar mal de Meyemberg y Mendelsohn (y viceversa), o a Turgénev recordando a Rusia junto a Gogol, Chaicovski, Mussorgski. Y Rimski-Korsakov dejándose embelesar por Debussy. Y tanto más. Toda un pléiade de genios divagantes sin los cuales nuestro Occidente cultural nunca habría llegado a ser lo que es.
Europa comenzó a ser “una Europa” desde el momento es que se convirtió en territorio del arte, del pensamiento, de la música, un espacio donde se cruzaban diversas tradiciones, tanto cosmopolitas como nacionales y, a veces, con destinos cruzados.
Un ejemplo: los temas de Wagner eran cada vez más nacionalistas, pero su tonalidad era cada vez más internacional. A la inversa, los temas de Verdi eran cada vez más internacionales, pero su tonalidad fue siempre muy nacional.
En Europa nacía una cultura de la heterogeneidad y de las diferencias, signo que hasta ahora es su marca.
Nada de eso habría sido posible sin el ascenso social y económico de la inculta burguesía sobre las ruinas del feudalismo, habría dicho un historiador marxista. Pero no, demuestra Figes, la relación entre la cultura y los representantes de la economía fue más bien ambivalente. Tensa por un lado, amistosa por otro. Quizás no pudiendo ocultar mutuos desprecios, ambas “clases” comprenderían pronto que los unos no podían prescindir de los otros. Los artistas y escritores entendieron que sin la intermediación del dinero nunca podrían dar a conocer sus obras.
Los empresarios, a su vez, no tardaron en ver en el mundo de las artes un campo de suculentas inversiones. Así aparecieron las grandes librerías, los teatros que atraían públicos internacionales, algunas pinturas alcanzaron precios desorbitantes -echando por el suelo la tesis marxista de que el valor de cambio está determinado por el precio de la fuerza de trabajo– nuevas modas e indumentarias nocturnas, y no por último, el prestigio que otorga a un empresario codearse con personajes del mundo de las artes y de las letras.
La Europa cosmopolita era sin duda más rentable que la Europa de las naciones. Por supuesto, del cruce entre la demanda burguesa y la oferta cultural surgieron productos intermedios, algunos de pésimo gusto, pero otros deliciosamente vulgares. De la ópera nació la opereta, de las sinfonías los valses vieneses, y no olvidar, ese impúdico «can-can» sublimado por Touluse-Lautrec. De la pintura naturalista nació el paisajismo y, de la gran literatura, la novela por entregas.
Los artistas se vendieron a la burguesía, nadie lo niega, pero se vendieron bien. Tanto fue así que, lentamente, los artistas comenzaron a desplazar a los militares en el culto público. Los grandes monumentos durante el siglo XVlll eran militares, dedicados a los héroes sangrientos de la nación. Durante el siglo XlX en cambio, aparecieron monumentos a próceres artísticos e intelectuales. Plazas y calles recibieron nombres de escritores y poetas. Y los funerales de los autores más conocidos pasaron a convertirse en asunto de estado. Sobre todo en Francia. Los funerales de Victor Hugo, por ejemplo, congregaron a las autoridades de toda Europa mientras las calles de París eran inundadas por muchedumbres portando coronas de flores. Nunca, desde Atenas, los nombres de la cultura habían ostentado tanto poder. Fue, así nos la presenta Figes, una verdadera revolución.
- La historia después de la historia
Lamentablemente no existe revolución sin contrarrevolución.
La alianza, de por sí frágil entre empresarios internacionales y artistas cosmopolitas, no tardaría en despertar malestares sociales e ideológicos. Los discensos aparecieron dentro de la propia cultura. En la música las tendencias nacionalistas, no exentas de antisemitismo, comenzaron a abrirse paso. Wagner fue solo uno entre varios xenofobos. Pero sobre todo la reacción se desencadenó con furia en el campo de las artes plásticas en contra del aparecimiento de la pintura abstracta, tildada por sus enemigos como decadente y degenerada. La culpa la tuvo un invento: la máquina fotográfica.
Desde el momento en que apareció la fotografía, los pintores intuyeron que su tarea no podría ser más representar a la naturaleza y al cuerpo humano del modo más exacto posible. Frente a la fotografía solo cabía una respuesta: la representación inexacta de la realidad, intentar colorear lo que no se puede ver, e ir más allá de la forma externa.
La pintura abstracta, en todas sus expresiones, sub o sobre realista, influiría a la poesía cuyos exponentes comenzaron a dejar atrás la rima, y a la música cuando compositores franceses como Berliot, Gounod, Debussy, Ravel, descubrieron los misterios de la disonancia. Demasiado para ese orden nacional estricto que querían imponer los nacionalismos emergentes en sus respectivas naciones.
El regreso de los nacionalismos llevaría a la guerra mundial de 1914 que a su vez produjo nuevos resentimientos nacionales. Desde el punto de vista cultural, sabemos que el nazismo fue una reacción irracional en contra de la cultura europea, el “asalto a la razón” lo llamaría Georg Lucas. Lo mismo ocurrió con el estalinismo, cuyo propósito objetivo – tema que analiza Orlando Figes en otra de sus obras: «La tragedia de un pueblo” – fue separar a Rusia de Europa.
Después del comunismo, no pocos representantes de la cultura rusa creyeron que había llegado la hora de re-europeizar a su país. Se engañaron. Bajo la férula de Putin continúa el camino impuesto por Stalin: separar a Rusia de Europa para convertirla en vanguardia de las naciones anti-europeas y occidentales.
Nada está escrito ni nadie sabe si Putin logrará su objetivo anti-europeo. Por ahora los líderes intelectuales de Rusia siguen mirando a Europa como el paraíso perdido que ayer cautivara al escritor Ivan Turgénev. Pero no solo en las artes. En Rusia y los países que domina, los habitantes de las grandes ciudades quieren salir de ese mundo nacionalista, confesional y patriarcal que intenta imponer el putinismo. Los manifestantes de Bielorrusia, antes que nadie sus valientes mujeres, luchan por las libertades vigentes en la mayoría de los países de Europa. Libertades que permiten no solo la diversidad de opiniones sino también la expansión del ser humano más allá de sus contornos sensoriales inmediatos.
El ser humano no solo es físico, es profundamente metafísico. Si esa frase es cierta, los putines, los lukashenkos y otras atrocidades, están condenados a perder. El espíritu de los Viardot (Paulina y Louis) y de Turgénev, continúa viviendo en Europa. Y aún más allá de Europa.
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