Los felicitadores, por Humberto Villasmil Prieto
Twitter: @hvmcbo57
«Y todas estas felicitaciones arrancadas
por la paga, por la conveniencia
o por el miedo son infinitamente falsas.
La adulación tiene un reverso sombrío: La traición …»
(Pio Gil, Los Felicitadores).
Dos encuentros recientes justifican estas líneas si es que ello fuera necesario: un almuerzo con queridísimos amigos en medio de cuya sobremesa uno de ellos, periodista agudo como los de antes, comentaba el listado de precandidatos presidenciales de la oposición, ante lo cual este escribano –hípico irredento desde mi niñez– recordó enseguida aquel Simón Bolívar del año 1969 cuando el irlandés Don Florestán, con Don Balsamino Moreira up, el jockey de Valdivia, con La Rinconada repleta de un público delirante, dejó a todos con los ojos claros y sin vista ganando de punta a punta y tumbando la cátedra. Aquella tarde tuvieron que acoplar un starting gate adicional –ese artilugio mágico que inventaron los australianos– para poder acomodar en la largada a un número tan extendido de participantes, con todo, menos por cierto que los ya conocidos precandidatos presidenciales de la oposición.
En ese almuerzo con amigos fraternales y requerido a opinar sobre el asunto del ya largo listado de aspirantes prestos a entrar en el starting gate del clásico presidencial respondí preguntando a la vez a mis contertulios si creían que esa gran novela contemporánea de Francisco Suniaga «El pasajero de Truman» podría volver a escribirse precisamente ahora. Porque, proseguí, ¿quién haría las veces del Dr. Diógenes Escalante a quien todos fueron a convencer que volviera al país para evitar otra asonada de las que tantas veces vivimos?, pero, sobre todo, ¿quiénes irían a verlo a Washington para convencerle? A la vista está, no hay quien quiera jugar uno u otro papel y así una novela semejante no podría repetirse.
Pero el otro episodio me supuso regresar a casa con un ejemplar de la obra cuyo título lleva estas líneas. El anterior que llegué a tener quedó en eso que tan tristemente signa la vida de tantos: las bibliotecas que se despidieron de nosotros para siempre. Me ocurrió visitando ese museo de los libros y de la palabra que es Libroria, en Caracas, a la que volví después de tantos años.
Aquello es un templo –bien sé que no digo nada original– cuyo incienso es el olor de los libros antiguos que esperan el reencuentro por años demorado; los libros que son capaces de saltar de los estantes a nuestras manos como en un acto de magia. Porque a todos nos pasó que uno regresa de esos santuarios no con el libro que fue a buscar sino con el que decidió salir a nuestro encuentro. Compartir de la mano amable y competente de Ignacio Alvarado fue un verdadero deleite.
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Libroria es sencillamente un tributo a aquella Venezuela que rendía culto a la palabra en tertulias periodísticas, radiales o, destacadamente, en la República del Este, en el Triángulo de las Bermudas de la avenida Solano López de Caracas, aquella experiencia de confraternidad de la Venezuela de todas partes y pensamientos que siempre admiré y en la que por razones generacionales no pude jamás haber estado.
El tema de esa charla con Ignacio fue nada más ni menos que Venezuela; el intento de recuperar lo mejor de nuestra memoria. La de un país vivible que llevó a gala haber podido sobrellevar sus diferencias después de la larguísima noche de la violencia, aquel país donde algunos de nuestros mejores amigos eran del partido contrario, simplemente porque en esta tierra de gracia nadie dejaba de tener su lugar.
Venezuela es hoy un tablero sobre el que se juega el más grande conflicto geopolítico que viviera este continente desde que somos repúblicas, apenas si se mide este juicio desde el volumen jamás conocido de la población desplazada.
La diáspora venezolana parece ya igualar en número a los que debieron huir por la larga y cruenta guerra de Siria. En ese tablero juegan pocos, pero todos poderosos: los que sostienen al gobierno, incluyendo países de «ejemplares» democracias que se permiten repartir certificados de buena conducta desde la Comisión de Derechos Humanos de la ONU; los que miran para otro lado desde hace mucho con eterna equidistancia, pero también, los que juegan sus cartas para decir quién habla o calla a nombre de la oposición, aquellos para los que cabe es el silencio.
Pasé los últimos seis años en Santiago de Chile y recuerdo cada vez con más admiración a la concertación chilena que tuvo líderes brillantes y plurales, algunos que por cierto pasaron su exilio en Venezuela. Deduzco que conviene no nombrarlos a todos porque de inmediato surgiría en la mente de muchos un ejercicio imaginario de contraste. Pero vienen a mi memoria Patricio Aylwin Azocar, Enrique Silva Cimma, Aniceto Rodríguez Arenas o Ricardo Lagos Escobar, entre otros tantos, con lo que muchos políticos, allá y aquí, se sentirían de seguro en una muy incómoda posición comparativa.
Lo que Venezuela ha vivido, ya camino al cuarto de siglo, ha mostrado que la distancia entre este liderazgo y el del vapuleado puntofijismo más que de tiempo es de hombres y de mujeres; más que décadas de separación cronológica es la distancia entre el perfil del liderazgo de aquel y de este tiempo.
Tengo para mí hace mucho que esta postmodernidad, «que terminó siendo visiblemente premoderna», ha mostrado toda su cara iliberal y autoritaria, no importa el «domicilio político» que se declare porque ello no es asignable a un solo sector.
Por eso, este tiempo ya no necesitó de aquellos grandes jefes políticos y conductores que América Latina dio, sino de leedores de encuestas. Ya «no están ni se les espera» aquellos grandes oradores y tribunos sino a liderazgos que a fuerza de «influencers» y de algoritmos ganen elecciones o al menos entusiasmen a algunos haciendo creer que las van a ganar.
Este es un país de felicitadores; el país de «los felicitadores de las fuerzas vivas», decía el sabio Pío Gil. Personajes de infinita habilidad que eternamente mandaron y que, como el gato, supieron siempre caer de pie; prestos y dispuestos a ejercer el arte milenario del halago que fue capaz de apaciguar a cuanto caudillo predestinado pasó por el Palacio de Miraflores.
Y que nadie se ofenda: «un país que se critica es un país que se ama», decía Tomas Gutiérrez Alea (Titón), el célebre cineasta cubano director de Memorias del subdesarrollo.
Humberto Villasmil Prieto es Abogado laboralista venezolano, profesor de la UCAB. Miembro de número de la Academia Iberoamericana de Derecho del Trabajo y de la Seguridad Soc.
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