Los gobiernos de la pandemia, por Fernando Mires
La pandemia, en tanto fenómeno global, debe ser enfrentada globalmente. Lo hemos leído y escuchado. Suena lindo. La realidad, en cambio, no es linda. Porque para que esa utopía, la de la unidad global pueda cumplirse, no solo se necesitan buenas intenciones sino organismos y-o líderes en condiciones de convertirlas en realidad.
Instituciones
Existen organismos globales, partiendo desde las propias Naciones Unidas, pero todos sabemos lo que es la ONU. En primer lugar un foro mundial. En segundo, un espacio donde los gobiernos tejen coaliciones, acuerdos y desacuerdos. En tercero, gracias al derecho a veto que disponen las potencias mundiales, carece de poder resolutivo frente a los principales problemas que acosan a la humanidad, sean climáticos, bélicos o, como ocurre en nuestros días, pandémicos.
Lo mismo sucede con las grandes organizaciones regionales. La OEA o la UE, por ejemplo, carecen de dispositivos para coordinar políticas ante peligros comunes. Cuando más disponen de fondos para repartir en caso de extrema urgencia. Descartando a los grandes organismos internacionales entonces, la posibilidad de acciones conjuntas solo puede ser llevada a cabo a partir de acuerdos bi o multilaterales frente a problemas puntuales (guerras, migraciones, epidemias)
Alemania por ejemplo, ha colaborado intensamente con Italia durante la crisis pandémica. Colaboración que bien mirada es una acción de autoayuda. En efecto, mientras menor es el grado de contaminación en países cercanos, menor puede llegar a ser en el propio.
Esa premisa tan simple no ha sido entendida por la mayoría de los gobiernos europeos. Cada uno se ha encerrado en su propia nación, marcando distancias inexistentes con los países vecinos. Como si el virus respetara límites geográficos.
Liderazgos
Otra posibilidad son los liderazgos. Nos referimos a naciones líderes que se encuentren en condiciones de mostrar vías para contrarrestar problemas comunes. Para poner ejemplos bélicos, algo así como EE UU y la URSS durante la segunda guerra mundial.
En la actual lucha en contra del virus global en cambio, no existen naciones líderes. Cuando más voces cuerdas, gobernantes que por instinto práctico han tomado medidas dignas de ser imitadas.
Cada gobierno actúa por su cuenta. El internacionalismo coronario es enfrentado con políticas nacionales. El virus, bajo esas condiciones, se expande con desconcertante celeridad.
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La nación predestinada a liderar la lucha mundial en contra del codiv-19, era sin duda USA. Por su desarrollo económico, tecnológico y científico, por su pasado internacionalista probado en dos guerras mundiales, por su tradición republicana y sobre todo por ser vínculo cultural y político entre la Europa democrática y ese “lejano occcidente” llamado América Latina, podría haber estado en condiciones óptimas para coordinar la lucha mundial en contra del coronavirus.
Si no pudo asumir ese rol hay una sola razón. Esa razón se llama Donald Trump, o si se prefiere, la doctrina Trump.
En ese punto no podemos sino coincidir con la opinión de la destacada historiadora Anne Applebaum: “Una de las realmente grandes tragedias del momento” – escribe – “es que Estados Unidos tiene hoy a un presidente como Donald Trump.
En lugar de tener a alguien que buscara unir a personas y esfuerzos para combatir el coronavirus, le tenemos a él, y el problema no es sólo que sea un nacionalista, sino que es un narcisista que no está interesado realmente en el destino de su país. Tenemos una terrible mala suerte en estos momentos. El país líder del mundo occidental en las últimas décadas está ahora liderado por la persona más catastróficamente errónea” (El País, 30.03.2020)
Pueden entenderse los motivos que llevaron a Trump a desvincularse económicamente de Europa y convertir a China en un rival también económico. El problema es que Trump, economicista hasta los huesos, traspasó su visión de la economía al espacio de la política internacional sin entender que, aunque economía y política son dimensiones interdependientes, no son reducibles la una a la otra.
Es posible ser nacionalista en la economía e internacionalista en la política. El problema es que para Trump y sus seguidores no es así. La economía para ellos es lo mismo que la política y punto. Solo así se explica que una potencia, precaria desde el punto de vista económico pero dinámica desde el político, la Rusia de Putin, haya logrado tantos avances internacionales bajo la era Trump.
El aislacionismo trumpista ha terminado por convertirse en un boomerang para los EE UU. Cerrado a la posibilidad de comunicar con otras naciones, tampoco ha sabido aprender de ellas. Todo lo contrario: confiado Trump en la superioridad económica y tecnológica de su país, negó en un comienzo la dimensión de la amenaza pandémica. Cuando el avance del coronavirus ya era irreversible, intentó desviar la atención de la opinión pública hacia otros ámbitos.
Su delirante política hacia Venezuela, al poner precio a la cabeza de Maduro, es un ejemplo. Sus anuncios relativos a un ataque iraní a las tropas norteamericanas establecidas en Irak no fueron creídos ni en sus propias filas. Cuando no tuvo más alternativa que enfrentar a la crisis pandémica – lo que ha hecho de un modo populista y demagógico – toda New York estaba infectada.
Gobiernos
Librados a su propia suerte y sin control internacional, no pocos países han sido víctimas de inescrupulosas figuras presidenciales sin formato ético- político. Si ese control hubiera existido, ni Johnson (a quien deseamos pronta recuperación) habría podido hablar de la “extinción natural del virus”, ni López Obrador afirmar que combatía el virus con un rosario y un trébol de cuatro hojas, ni a Bolsonaro decir que solo se trataba de “un resfriadito”. Tampoco las autocracias que proliferan en nuestro tiempo habrían podido utilizar la cruel enfermedad como medio para acumular mayores cuotas de poder.
No pocos autócratas han puesto al covid-19 a su servicio. Maduro, quien tomó medidas a tiempo en medio del desastre en que ha convertido a los hospitales de su país, utilizó la pasividad de las calles – y por cierto las provocaciones inútiles de una oposición que le exige renunciar sin tener ningún medio para lograrlo – para aumentar el número de detenciones por motivos políticos.
El régimen polaco, sin consultar a ningún gobierno europeo, decidió posponer las elecciones por dos años. Y el inefable Orban, clausuró (léase clausuró, no suspendió) al parlamento húngaro asumiendo pleno control sobre todos los aparatos informativos, ante el aplauso de los anti-demócratas del nacional populismo europeo, Santiago Abascal a la cabeza.
Bajo esos gobiernos, las cifras de contagiados y muertos serán de ahora en adelante las que decida cada autócrata o dictador. Si es que alguno necesita aumentar la tensión pública para intensificar el grado de represión, estas serán altas. Si en cambio necesitan mostrarse como exitosos, serán bajas.
En ese sentido, hay gobiernos que no se diferencian de las personas neuróticas. Mientras hay maximalistas que elevan la dimensión de la crisis, hay minimalistas que la reducen e incluso ignoran. Estos últimos son los que están más muertos de miedo.
Tragedias colectivas y globales como la que representa la expansión del covid-19 tienen como efecto evidenciar lo mejor y lo peor de la condición humana. En tanto la política es inherente a esa condición, el covid-19 ha expuesto, como si fuera una radiografía global, las predisposiciones patológicas que anidan en diversos gobiernos de la tierra. Así como muchos de ellos han mostrado mesura, diligencia y sensibilidad (en América Latina hay varios) hay otros que han desnudado sus ineptitudes, su demagogia, su irresponsabilidad, y no por último, su bajísimo grado de civilidad.
En diversas latitudes la crisis pandémica amenaza con convertirse en crisis de gobernabilidad. Por si fuera poco. Mondo cane.