Los grouchomarxistas, por Bernardino Herrera León
Twitter: @herreraleonber
Al genial actor y humorista norteamericano, Groucho Marx, le pasa lo que al filósofo florentino Nicolás Maquiavelo. Se les tiene por autores de filosofías de perversos fines. A Maquiavelo por creerlo autor de una inmoral filosofía política resumida en su frase “el fin justifica los medios”. Argumento favorito de quienes subordinaban los principios y valores éticos y morales al éxito político. Pero, realmente, Maquiavelo nunca fue maquiavelista.
Como Groucho tampoco fue grouchomarxista. Su frase: “Estos son mis principios, pero si no le gustan tengo otros”, fue una de tantas salidas en su oficio de humorista. Ese sarcasmo ya había sido publicado en 1873, por un periódico neozelandés, como “Estos son mis principios, pero si no les gustan, yo los cambio”. Fue un chiste y no una filosofía política.
Pero la mordaz frase retrata perfectamente el estilo político que, en mala hora, ha renacido contra todos los pronósticos. Porque se suponía que con los años la ciudadanía aprendería a elegir mejor a sus gobernantes en democracia. Esta teoría optimista no resultó cierta. El engañoso populismo y la manipulación ideológica resultaron estrategias exitosas. No parece haber sociedad inmune al grouchomarxismo. La coyuntura de la pandemia que ahora sufre el mundo le ha caído como un salvavidas.
Llegado a este punto de concebir la política como sinónimo de hipocresía o engaño, ocurren dos cosas. Una, que la clase política pareciera no hacer nada para cambiar tan denigrante percepción. Más bien, parece alimentarla evadiendo el tema. Y dos, que ya no sólo hacen esfuerzos en aparentar lo contrario, para evitar verse como políticos engañosos, sino que más bien alardean de serlos.
Dos casos tipifican a la perfección la versión grouchomarxista de la política, en los inefables políticos españoles Pedro Sánchez y Pablo Iglesias. El primero es presidente del gobierno, nada menos, llegado allí gracias a la corrupción de sus adversarios. Pero ya en el poder, Sánchez ha dicho y hecho cosas completamente opuestas, con caradura y desparpajo. La clientela de votantes del PSOE le vota, aunque cada vez menos, diga rana o diga sapo o ambas inclusive. Dijo, por ejemplo, y muchas veces, que no aceptaría apoyos de destructivos grupos políticos, como separatistas antiespañoles o comunistas de nuevo cuño como Podemos. Pero fue lo que hizo, con abrazos y sonrisas.
El otro caso estándar es Pablo Iglesias. Todo un caso. Emergido de las patéticas ruinas del leninismo soviético, es una extraña mezcla de Sánchez con Perón o Chávez. Algo más descarado. Llegó a decir públicamente que “la dictadura del proletariado no mola (no gusta)”, que mola más hablar de democracia. Su arma favorita los “escraches” (acoso o bullying) los llamaba cínicamente “jarabe democrático”. Fundó un partido harem con dinero chavista e iraní, y desarrolló su delirio de macho alfa, como él mismo se definió orgullosamente. Sus poses fotográficas con piernas abiertas emulan a los pistoleros del género Western. Y no le produce prurito mudarse a una lujosa mansión, después de hacer de su modesto departamento social la imagen-escenario de su campaña. Ha disfrutado de simpatías de medios y de una juventud cautiva en el irracional culto de la izquierda cultural.
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Ambos políticos grouchomarxistas conducen a España hacia el desastre económico. Aunque parece ser su intención, mientras maniobran para hacerse con el poder judicial, que es el primer paso a seguir, según el manual de los regímenes totalitarios.
Los venezolanos conocemos amargamente y muy bien al chavismo por sus dirigentes mediocres y disparatados. Esos que cometen abundantes errores gramaticales infantiles, pero que, en vez de corregirlos, alardean de inventar un nuevo “lenguaje revolucionario”. Así habla el pueblo, repiten con transparente estupidez. El remedo insoportable del “lenguaje inclusivo” les ayuda. Se incluyen “intelectuales” antes célebres y admirados, como Luis Brito García, pero hasta antes de la Ley Antibloqueo. Demasiado tarde como siempre, luego de dos décadas de defender al régimen con argumentos uno más maquiavélico que otros.
Pensábamos que el fenómeno de la política destructiva comenzaba y acababa con el chavismo y con esa izquierda analfabeta y oportunista que le apoyó hasta el llanto. Descubrimos en cómodas cuotas coyunturales que, salvo con honrosas excepciones, la clase política venezolana es grouchomarxista. Este es mi programa, dicen… Pero descuiden, que cuando me elijan lo cambiaré por otro.
Siempre habrá una excusa argumental a mano: “No se cumplieron los objetivos”, “no nos dejaron”. Siempre habrá otro culpable, como los infaltables guerreros del teclado, los testarudos “maricorinos”, la falta de conciencia del pueblo, el fastidioso empeño principista de exigir ética y valores, justicia y compromiso. Es que no comprenden la política, repiten.
Los grouchomarxistas aún están allí, preparando nuevas formas de engañarnos. El “Plan País”, donde el Estado es el principio y el fin de todo. Están allí, negociando otra “transición pacífica”, que lleva ya muchos muertos y que nunca llega. Siguen allí como el dinosaurio del cuento corto de Augusto Monterroso. Siguen allí.
Necesitamos, urgentemente, un manual anti-grouchomarxistas. En eso estamos, creo.
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