Los hijos del Libertador, por Douglas Zabala
Hay que vivir la migración, bien porque se te han ido los tuyos o porque un buen día decidiste abandonar este mar de la felicidad presagiado por el comandante ausente. Hay que sentir la migración, esa de la que tanto hablan las élites políticas oficialistas y opositoras. Sabrán de verdad que piensa el futuro migrante de su aventura hacia el desarraigo. Imaginan con precisión cuantos sueños rotos los llevan a soñar de nuevo en el confort extraviado y la mayoría de las veces también inalcanzable allende de su terruño.
Los primeros en migrar forzadamente en este azaroso mundo fueron Adán y Eva, cuando un enfurecido Dios los echó del paraíso. Los últimos en migrar en este planeta, han sido por los que Chávez hizo aquel juramento del Samán de Güere, donde les ofrecía patria o muerte, y ahora el mismo demonio encarnado en Nicolás Maduro, los aventó como ola en tsunami por todas las ciudades del planeta.
A decir verdad, el primer grupo de venezolanos que partieron con los suyos fueron las víctimas de aquel pitazo televisado que sonora el padre de toda esta criatura, mejor conocida como la patria socialista. En esa primera migración se nos fue la Pdvsa de Pablo Pérez Alfonso, y las promociones de profesionales y técnicos que muy bien pudieran salvarle la vida a la moribunda Pdvsa roja rojita de hoy.
El segundo aventón de migrantes, fue nuestra arruinada clase media, con sus profesores, estudiantes, médicos, ingenieros, matemáticos, economistas, contadores, periodistas, arquitectos y todo tipo de emprendedores, quienes tuvieron la oportunidad de abandonar este barco a la deriva.
El ultimo oleaje ha sido de aquellos que en los cerros de Caracas el hambre los acorraló, también los más pobres de esta pobreza extrema, creada por Maduro en todas las ciudades del país, a los que nunca les llegó las lentejitas Clap ni los miserables bonos del carnet de la patria.
Hoy esta crisis humanitaria agudiza y trastoca en mayor proporción, a las frágiles prosperidades de las capitales latinoamericanas. Se les ven humillados, rumiando su miseria, vendiendo arepas o pidiendo a cambio de un caramelo, que llevan en bolsas de supermercados, algo que les ayude a mitigar sus penas. Se les ve la vergüenza en sus caras, cuando le explican su tragedia a los usuario del Transmilenio de Bogotá, del Metro de Chile, a los que van en el trasporte público de Quito y a los vecinos de las populosas Lima y Argentina.
Se les nota que el dolor lo llevan adentro, Cunaviche adentro, como decía el Panita Ali. Basta conversar con cualquiera de ellos, incluso con los que han tenido la suerte de conseguir casi siempre un empleo tercerizado. Todos sin excepción, los que piden en las calles, los que por violar la ley en un país extraño están tras las rejas; hasta los que por suerte han conseguido un buen trabajo, manifiestan que quisieran venirse a su casa grande a Venezuela, porque el paraíso que fueron a buscar se les está transformado en una pesadilla sin despertar.
Se hace urgente abrir un compás. La comunidad internacional se está pronunciando a favor de que le busquemos pacífica y democráticamente una salida a este laberinto. Hagámoslos así sea solamente por traer de nuevo a nuestra patria a los hijos del libertador.