Los hijos infinitos, por Gustavo J Villasmil-Prieto
“Cuando se tiene un hijo,
se tiene al hijo de la casa y al de la calle entera”
Andrés E. Blanco, Los hijos infinitos (1955)
La reciente muerte de niños diagnosticados con leucemia y otras enfermedades hemato-oncológicas en el hospital JM de los Ríos de Caracas nos increpa moralmente a todos. Porque esos infortunados ángeles también eran nuestros. Nadie que haya vivido un día el indescriptible regocijo de la paternidad pudo dejar de conmoverse ante el testimonio de quienes desconsolados y durante meses vivieron el vía crucis de la enfermedad del hijo hasta su muerte en ese Gólgota que terminaron siendo los hospitales públicos venezolanos. Y todo a causa de las omisiones de un estado que institucionalizó hace muchos años el total desprecio por el ciudadano.
Nada les importa a los jefes rojos como no sea el poder por el poder mismo; poder bruto, sin ojos que vean ni piel que sienta. Poder que no atiende al llanto de la madre con el hijo enfermo porque no oye; poder que no apela a otra lógica como no sea la de su propia tautología.
La revolución chavista vino a coronar un proyecto comunista y nada más. No vino a servir ni a ver del hijo enfermo de un venezolano pobre
Y si en el proceso hacia su instauración como hegemonía sucede que muere el hijo del uno o el padre del otro, esa no será cosa que le quite el sueño a miembro alguno de su nomenklatura: porque bastante hace que se ocuparon de poner a los suyos a buen resguardo en Paris, Madrid, Viena y ¡hasta en Miami!
Los jefes rojos nunca vivirán la angustia del “no hay” de nuestros hospitales públicos. Nadie jamás verá a ministros, magistrados ni a generales buscando en la calle la insulina o la quimioterapia para el hijo enfermo. Esa cruz de dolor, ominosa y cruel, quedó solo para el venezolano pobre, ese al que hasta hace apenas unos pocos años llamaron “soberano” y en cuyo nombre se entretejieron formidables redes de corrupción y de crimen.
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Aquí ya no hay lugar para la neutralidad ante la tragedia sanitaria que vivimos; una tragedia que al día de hoy se salda con el retroceso en tres años y medio de la esperanza de vida al nacer en Venezuela. Ofenden las conductas “políticamente correctas”. Queda para la decisión de los jefes del Comité Internacional de la Cruz Roja, tan dados a los arrumacos y al intercambio epistolar con el régimen responsable de la catástrofe humanitaria que les hizo venir a Venezuela, escoger la foto que quieran dejar para la historia.
Y lo mismo digo a quienes hace apenas unas semanas, desde Cúcuta, ofrecían la vida por un “selfie” con algún presidente, senador norteamericano o hasta con Miguel Bosé: porque después de todo aquel jaleo, de la música y de las poses, lo único que cierto fue que a mi hospital jamás llegó ni un solo comprimido de Atamel® de la tan publicitada “ayuda humanitaria”.
Los que en estas desoladas salas ruegan cada noche apretando las cuentas del rosario entre las manos e imploran al cielo con ojos llenos de lágrimas ante la estampita de algún santo italiano del quatroccento a que el hijo enfermo amanezca mientras aparece el antibiótico, el catéter o la transfusión, no tienen ni presencia ni voz en tan altos entarimados ni en esos lejanos salones en los que se diseñan sesudos planes en los que sus vidas son apenas una variable estadística.
Los niños muertos en el JM de los Ríos son también míos. Y suyos, amable lector. Porque los venezolanos crecimos inspirados en la idea de los hijos infinitos que brotara del verso de Andrés Eloy Blanco, el poeta de este pueblo
Por eso hago mía la misma indignación de ese venezolano a quien, estrujado por la angustia ante el hijo enfermo, le viene ahora el ministro del ramo recomendándole acudir a pócimas de yerbateros en pleno siglo XXI. Y es precisamente por lo mismo que no puedo yo menos que reiterarles a los mandones de casaca roja el desprecio que siempre les profesé; desprecio que es intelectual, que es político, pero que hoy es sobre todo humano. Porque son una enfermedad moral en el alma venezolana. Porque para ellos nada significará nunca el dolor indescriptible de quien contempla el rostro exánime del hijo muerto.