Los idus de marzo, por Gustavo J. Villasmil Prieto
“Beware of the ides of March”
Shakespeare, William. The Tragedy of Julius Caesar, act.I (1599)
“Cuídate de los idus de marzo”, advirtió el augur a Julio César cuando le vio venir aproximarse al foro la víspera del 15 de marzo del 44 a.C, fecha en la que en una revuelta de senadores le propinaran 23 puñaladas, la de Cayo Junio Bruto la más mortal de todas. “Tu quoque Brutus fili mi?” (“¿y tú también, Bruto, hijo mío?”), exclamó el general vencedor de las Galias a ver como se abalanzaba sobre él, levantando el pugio – una especie de puñal romano-–nada menos que su hijo adoptivo. Y allí quedó César, en medio de un charco de sangre, a los pies de la estatua de Pompeyo.
La historia tendrá desde entonces en el de Bruto al más deleznable de los actos de traición que se recuerde. Trece siglos más tarde, al concebir su épico viaje imaginario a los infiernos en compañía de Virgilio, el Dante Alighieri, llamado El Divino, no dudará en confinar a Bruto al gélido cocito, el lar que en el inframundo se reserva a los grandes traidores de la historia.
En un nuevo paseo como el del Divino Dante por aquellos infernales predios nos sorprenderíamos reencontrando los rostros de no pocos personajes conocidos de la historia venezolana reciente cuyas desgraciadas almas hasta allá habrán ido a parar. Porque traicionar no ha sido nunca cosa nueva aquí. Porque la traición ha sido y sigue siendo en no poca medida uno de los grandes signos de nuestro tiempo; un tiempo en el que la daga de Bruto parece estar más activa que nunca.
Veamos si no. Traicionada fue nuestra sanidad pública moderna a manos de gentes a las que prohijó y formó. Ahora nos ven de reojo desde sus cómodas posiciones, en lejanas burocracias sanitarias internacionales, con la pandemia de coronavirus tocándonos las puertas y en medio de la total devastación de un sistema público de atención médica que alguna vez fue modélico.
Pero la daga de la traición a Venezuela fue mucho más lejos. Alcanzó también a una industria petrolera que alguna vez estuvo “rankeada” entre las cuatro o cinco más importantes del mundo, lo mismo que a una Fuerza Armada que, habiéndose ganado un día el afecto de este pueblo – bástenos recordar que hasta Don Billo Frómeta les escribió canciones– terminó haciéndose acreedora a su desprecio en tanto que partícipe en su humillación y maltrato cotidianos y en cuanto enchufe vagabundo exista en este país.
Traicionada fue también la judicatura, al punto de tener que reconocer, dolorosamente, la certeza de aquel dictum talmúdico según el cual no hay generación merecedora de más lástima que aquella cuyos jueces merezcan ser ellos mismos juzgados. Y así, traición tras traición, cuchillada a cuchillada, se fue hilvanando la tragedia de todo un país.
Un país en el que el 10% de sus ciudadanos satisface su exigente paladar en un bodegón de Las Mercedes y liba sabroso en los bares del Hotel Humboldt, mientras que el otro 90 busca qué comer hasta en la basura y llora a sus hijos muertos en hospitales en los que falta el agua. Traicionadas también sus instituciones más esenciales: su universidad, sus sindicatos, sus asociaciones gremiales y empresariales, sus administraciones públicas, sus partidos políticos (porque al “luisparrismo” habrá que levantarle una estatua en el noveno círculo del infierno de Dante como expresión cuán más depurada de los límites hasta donde es capaz de transar el alma humana por una platica, un apartamento y un carrito chino). Nada se salvó de la gangrena traicionera. Nada.
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Cadena de traiciones que necesariamente habría que seguir, hacia atrás, hasta 1992 sino antes, cuando destacados venezolanos se situaron en los primeros puestos de una conjura como dos mil años antes lo hicieran los patricios romanos. Aquella fue, para evocar al gran Briceño-Yragorri, la traición de los mejores. Una larga lista de resentidos elevados al dudoso rango de “notabili” que se cobraron a cuchilladas, no tanto en el fallecido expresidente como en el cuerpo mismo de la República, las cuentas que creían tener pendientes incluso desde 1945. De ello hace memoria el propio Carlos Andrés Pérez en entrevista que concede a Mirtha Riera:
“Notables civiles, que lo que hacían era ponerle música a la conspiración militar…”
Privilegiados de siempre que conspiraron a sus anchas para sacarse viejos clavos sin importarles estarse cargando al mismo tiempo a todo un país. Destaca en ese sentido la entrevista de Riera a Berenice Rangel recogida en el trabajo antes citado:
“Esos tres actores fueron los que llevaron a la conspiración masiva: los empresarios, porque no querían competir; los militares, porque les quitaron las coimas… y los políticos, porque vivían del presupuesto de obras públicas del país”.
Henos aquí a nosotros ahora, veintitantos años más tarde, llorando a nuestros muertos, a nuestros presos, exiliados y emigrados y con el ´país entero en manos de una organización criminal que acabó por coparlo todo.
El cocito de Dante les espera a quienes traicionaron a la República. A los indiferentes a todo este drama, a esos “yo no fui” de toda la vida, a los “es que yo estaba comprando kerosén”, les digo: a las orillas del río que le pasa por el lado, el Letheo, irán a dar. Ya lo decía el Divino:
“Esta miserable suerte está reservada a las tristes almas de aquellos que vivieron sin merecer alabanzas ni vituperio: están confundidas entre el perverso coro de ángeles que no fueron rebeldes ni fieles a Dios, sino que solo vivieron para sí”.
Para ellos sea el peor de todos los infiernos posibles: el destinado a recibir las almas de los que clamaron ser neutrales en tiempos de crisis moral. Ni más ni menos que el lugar que toca a los muertos a quienes ya nadie recuerda.
Referencias:
Riera, M (2010) La rebelión de los náufragos, Editorial Alfa, Caracas, pags. 304 y 308.
Alighieri, D (ed. 2009) La Divina Comedia. EDUVEN, Caracas, p. 14.