Los impresentables camaradas, por Gregorio Salazar

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Cuando el presidente Petro le propuso a Nicolás Maduro un acuerdo previo a las elecciones del 28 de julio para darle garantías a todas las partes en un escenario post electoral que recompusiera el juego democrático en Venezuela, lo hacía a conciencia de que el oficialismo sería barrido en esos comicios presidenciales, como es historia conocida.
De modo que las garantías de las que hablaba Petro aludían en primer lugar a los propios actores del régimen que, como se sabe, temen –y con mucha razón– a las consecuencias de la acción de la justicia internacional por la serie de causas abiertas y comprobadas y otras averiguaciones en curso, en materia de persistentes y gravísimas violaciones a los derechos humanos.
Un acuerdo no para garantizarles impunidad, pero sí para buscar fórmulas de negociación transaccionales que permitieran al PSUV regenerarse, reinventarse, asimilarse como una fuerza política incorporada a la vida institucional como otras organizaciones de izquierda en el continente. Lo que es decir: apegada a la constitución y a las leyes y –por tanto y sobre todo– aceptando la alternancia en el poder, a lo cual el chavismo se muestran menos permeables que el acero galvanizado a las lágrimas. Un acuerdo que también, como consecuencia inmediata, permitiera al país reiniciar su rumbo democrático.
Lula también estaba consciente de esa derrota inminente y sumó sus esfuerzos para convencer a la cúpula criolla de no traspasar los umbrales que lo colocarían en una deriva autoritaria sin precedente, ahora deslave total, por la instauración de un gobierno sin legitimidad de origen, trasgresor de la Constitución y otras leyes, supresor de toda vigencia del Estado de Derecho. Las escaramuzas de Maduro hacia Guyana son otro tema que encendían en ese momento las alarmas de Da Silva.
En la intimidad, según los voceros brasileros, la respuesta de los camaradas de la cúpula fue que el 28-J ellos iban por «la victoria definitiva». A cualquier cosa llaman ahora «victoria», incluido el desconocimiento abierto y descarado de la voluntad soberana del pueblo. Iban, en verdad, por el robo del siglo.
Pasó lo peor. Maduro y su cúpula, hoy usurpadores confesos en del poder, hablan en nombre de la izquierda, se venden como actores de la izquierda, se regodean en explotar el tenor de la franquicia que mantiene a la dictadura cubana como su emblema, ductora y modelo, lo mismo que los que viven enamorados del régimen cubiche sin llegar a tanto, como Honduras y Bolivia. Se llamarán izquierda, pero poco o nada tienen que ver con la del resto del continente, léase la chilena, uruguaya o mexicana, agréguele a los ya mencionados Brasil y Colombia, con todos los lunares que se le puedan señalar.
Los estropicios que el referente del régimen venezolano causa a las aspiraciones electorales de la izquierda continental han quedado de bulto en los procesos electorales de esta zona, como el que acaba de concluir en Ecuador con la tercera derrota en fila del «Correísmo», uno de los socios más conspicuos del régimen venezolano.
El lastre que significan Correa y Maduro acabaron con la opción de Luisa González, mientras en el vecino Perú Ollanta Humala paga con cárcel el costo de haber sido un candidato financiado desde la trastienda por la «izquierda”»venezolana. Lavado es la acusación que se le hace.
Para colmo la ex candidata González ha dado el salto al vacío que significa la denuncia de un fraude que niega la amplia observación internacional, encabezada por la Unión Europea. Sin embargo, aquí se hacen ecos de ese despropósito afirmando que ha habido «un fraude horroroso» y que en Ecuador «pretenden imponer por la fuerza una hegemonía política» mediante «un fraude inaudible para instalar un proyecto colonialista». Mejor autorretrato y con más dosis de cinismo, imposible.
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En Venezuela conocemos, porque somos receptores de las estrategias de medios que desarrolla la derecha y la centro derecha para asociar, vincular, hermanar en la mente de los electores el desastre de la izquierda venezolana hasta convertir a su oponente electoral en la misma amenaza que el opresor de allá (de aquí) y del caos que sobrevendría de obtener la victoria. Jugada obvia. Terrible hándicap.
Hoy por hoy, el chavismo es un socio muy incómodo para la izquierda democrática. Un escaparate muy pesado. Un camarada impresentable con el cual no pueden restearse en ningún escenario internacional so riesgo de quedar asimilados, por convalidación u omisión a un grupo que con base en la fuerza o la violencia ha concentrado todos los poderes y lo utiliza en desmedro de los derechos humanos y las libertades individuales.
Gregorio Salazar es periodista. Exsecretario general del SNTP.
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