Los leprosos, por Teodoro Petkoff
La lepra, más que una enfermedad, es un estigma. Desde los tiempos bíblicos, el terrible mal agobia a sus víctimas como una maldición de Dios. En la Edad Media los leprosos debían portar una campanita que fuera anunciando su paso para que otros viandantes pudieran apartarse de éste. Nada expresa con más fuerza gráfica la discriminación o la exclusión que el propio nombre de la enfermedad. Incluso entre los enfermos no se le pronuncia, prefieren designarla con el eufemismo de su nombre científico: mal o enfermedad de Hansen. Así lo hacían ayer en el leprocomio de Catia La Mar, hasta que uno de ellos, resueltamente, la pronunció, para que pudiéramos sentir lo que significa vivir entre la soledad, el temor y el olvido. Porque si hay parias entre los parias son los enfermos de lepra.
En Venezuela, como en el mundo, es una enfermedad que está en retroceso. No son muchos. En Catia La Mar hay 78 en el hospital, que comparten con 26 dementes, porque el hospital es como un depósito para olvidados. “Cuanto loco recojen en la calle lo traen para acá”, decía con humor negro uno de los enfermos.
Los de Catia La Mar son enfermos “residuales”, es decir, les quedan los muñones, las deformidades y las cicatrices pero no son contagiosos. “A nosotros nos pueden visitar sin miedo” nos dice uno de ellos, pero añade, con tristeza y resignación, “nadie lo cree”. Salvo unos pocos casos donde se juntan el mal de Hansen y la demencia, la mayoría, aunque ancianos, se expresa con lucidez y vigor. Viven y quieren vivir. Lo único que piden es poder hacerlo con dignidad. Porque ese hospital funciona gracias a la abnegación de sus médicos y sus enfermeras, de quienes los enfermos hablan con afecto y agradecimiento. Del Estado lo que llegan son migajas. Ellos quieren pocas cosas. Que sea reactivado el laboratorio, que funcione el servicio de Rayos X, que el odontólogo tenga con qué trabajar, que reequipen el servicio de fisioterapia, que las camas tengan sábanas, que reparen los baños, que llegue agua.
También, que cuando los dolores atenaceen sus cuerpos torturados, haya al menos calmantes, para no hablar de los medicamentos costosos; que exista material médico-quirúrgico, porque el traslado a los hospitales convencionales comporta la humillación del temor que ven reflejado en otros ojos. En fin, hasta el detalle de tener con qué asearse o cortarse el cabello o que la ambulancia tenga aire acondicionado, porque es cerrada y ya se sabe lo que es el calor del Litoral.
En el fondo, fondo, todo es cuestión de dignidad. De vivir con dignidad.
La estructura del hospital, que data de 1976 (sustituyó al de Cabo Blanco, donde una vez trabajara el médico Ernesto Guevara), es buena, amplia y ventilada y pasillos, cuartos y baños se ven limpios, lo cual habla de la dedicación de sus trabajadores. Todo lo que necesita son esos “cariñitos” por los cuales imploran sus internos. ¿Piden demasiado, María Urbaneja? ¿Piden demasiado, Antonio Rodríguez?.