Los presos de Bukele, por Álvaro Bermúdez-Valle
El Salvador se ha convertido en una gran prisión, y su presidente exhibe orgullosamente la llave que abre la celda. Tras dos años de un estado de excepción que parece no tener fin, Nayib Bukele alcanzó, con amplio apoyo popular, jaquear el estado de derecho, la oposición y la democracia
En la red X, Nayib Bukele se ha descrito a sí mismo como el «CEO de El Salvador», «el dictador más cool del mundo mundial» o «Philosopher King». Entre sus jocosas autodescripciones, podría también llamarse «el carcelero de El Salvador», lo que sería una presentación tan irónica como literal.
Si bien en su afán por controlar al país Bukele innova en el ejercicio del poder recurriendo a medios no tradicionales, como el hábil uso de plataformas digitales, su régimen tampoco desiste del uso de convencionales mecanismos de dominio como el populismo, la persecución política y, especialmente, la prisión.
Como en las más férreas dictaduras, la cárcel sirve al gobierno salvadoreño para atemorizar a sus oponentes. Pero lo novedoso en el caso del joven presidente es que ha podido instrumentalizar la prisión para su beneficio personal logrando, por un lado, aumentar su popularidad, y por el otro, terminar con la oposición política.
La prisión como herramienta
En 2022, al cierre de su tercer año frente al gobierno, Nayib Bukele tenía pocos resultados de gestión distinto a la propaganda. El Salvador de entonces (como el de ahora) seguía siendo un país con tasas relativamente altas de desempleo, en donde la pobreza crecía y la migración irregular no cesaba. Todo esto en el contexto de una situación de violencia decreciente, pero con la amenaza de las pandillas latente.
Contrario a la narrativa oficial, en la que el presidente salvadoreño insiste que gracias a su gobierno el país pasó de ser el más violento al más seguro del mundo, la verdad es que asumió un país con una tasa de homicidios que se reducía de manera exponencial.
Cuando Bukele asumió el poder, con casi 20 muertes por cada 100 mil habitantes, lejos estaba aquel país de 2016, con 106 muertos por cada 100 mil habitantes. El Salvador había alcanzado el macabro reconocimiento de ser el más violento del mundo.
Aunque la tasa de homicidios durante los primeros años del gobierno de Bukele tenía características epidémicas según parámetros de la OMS, la misma reflejaba un alivio a la situación de dónde venían los salvadoreños.
Tregua a las pandillas
En parte, los homicidios se mantenían controlados gracias a la ya conocida tregua, documentada y reconocida tanto por la prensa como por el Departamento de Justicia de EE.UU., que el gobierno de Bukele mantuvo con las pandillas. Dicha tregua se rompió a inicios del 2022, y en vez de constituirse en crisis, se convirtió en una oportunidad que Bukele no dejó escapar. El presidente decidió entonces sacrificar a las otrora poderosas pandillas, convirtiéndolas en peones.
Para el ambicioso mandatario el rompimiento de la tregua significaba redimensionar a las pandillas como nuevo enemigo para apuntalar sus objetivos políticos. Y sería la cárcel el instrumento privilegiado para lograrlo.
Un poder legislativo con dependencia total del Ejecutivo facilitó decretar el Estado de excepción el 27 de marzo de 2022, vigente a la fecha. Bukele prometió que con la medida podría desarticular las pandillas. La sociedad, víctima de amenazas, extorsión, desapariciones y homicidios atribuibles a dichos grupos, recibió con alivio y esperanza el ofrecimiento del gobierno, aunque ello significaba renunciar a garantías constitucionales.
El proceso de encarcelamiento masivo inició en abril del 2022. Los portadores de armas del Estado atendieron sin demora la orden del presidente. Según datos oficiales, El Salvador encarceló a 80 mil personas en dos años, lo que significa 70 mil más de los encarcelamientos esperados. Son estas 70 mil personas los presos de Bukele.
Encarcelamiento masivo
¿Por qué y para qué sirve este encarcelamiento masivo? Creer que la respuesta es la benevolencia del presidente o una estrategia planificada por su equipo de seguridad, puede ser tan ingenuo como peligroso.
Incluso los más férreos críticos de Bukele deben reconocer la efectividad de la indiscriminada política de encierro del régimen salvadoreño para acelerar la reducción de los homicidios en el país. Existe una correlación positiva inversa (-.062; p<.02) entre el encarcelamiento y la reducción de las muertes violentas, así como otros crímenes como la extorsión y las desapariciones.
Aunque se trate de una decisión improvisada que responde a razones equivocadas, éste es el único logro palpable que puede atribuirse al gobierno de Bukele. Y constituye un terrible (mal) ejemplo de lo que significa en la práctica la disposición manifiesta de los latinoamericanos de sacrificar libertades democráticas a cambio de mayor seguridad ciudadana.
La lección es que, al menos a corto plazo, instrumentalizar la represión para satisfacer la necesidad de seguridad, brinda popularidad a los gobernantes.
Cárcel y poder
Otra función, ahora más perversa, es normalizar el comportamiento político de los salvadoreños. En «Vigilar y castigar», Michel Foucault (2003) definió a la prisión como un ejemplo de «tecnología del poder», ya que ésta no se trataba de un simple lugar de encierro, sino de un mecanismo complejo que buscaba transformar a los individuos.
La cárcel es un poder que controla, disciplina y, especialmente, normaliza. En un país donde todo es político, el gobierno amenaza con el castigo a quienes se atreven a participar en política. Junto a los homicidios también se ha reducido la oposición al Ejecutivo.
Toda oposición. Líderes de la izquierda salvadoreña, de dónde surgió Bukele, han entrado y salido de la cárcel (a cambio de servicio comunitario). Incluso se llegó a publicitar la captura de ex funcionarios y ministros, que de ser verdaderamente culpables, aún estarían en prisión.
Actualmente, Ernesto Muyshondt, un político del conservador ARENA, que se atrevió a desafiar públicamente al presidente, está en prisión en condiciones crueles y denigrantes, en un viciado proceso judicial.
Dichos encierros cumplen una función ejemplarizante. Incluso los al menos 10 mil inocentes que el gobierno llama con desdén «el márgen de error», mandan un mensaje a los ciudadanos: todos pueden ser sujetos de cárcel, sin que los funcionarios de Estado tengan que rendir cuentas o explicaciones.
No solo se juzga y castiga la transgresión de la ley, sino que se instruye el comportamiento que el Ejecutivo espera de sus ciudadanos: aceptar de manera acrítica a Nayib Bukele y su gobierno.
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Sin quejarnos, al pie de la letra
Embriagado de poder, el día de la toma de posesión de su segundo (e inconstitucional) mandato a donde llegó con más del 80% de la votación, Bukele exigió a los ciudadanos: «Hagamos un nuevo juramento para defender las decisiones que tomaremos en los próximos cinco años: juramos defender incondicionalmente nuestro proyecto de nación siguiendo al pie de la letra cada uno de los pasos, sin quejarnos […] y juramos nunca escuchar a los enemigos del pueblo».
Todo aquel que hable o se considere «enemigo del pueblo» se sale de la normalidad de Bukele y la cárcel está entre sus posibles destinos.
Finalmente, es importante reconocer que el uso de la prisión requiere un sistema de justicia discrecional y un poder legislativo secuestrado, lo que revela la ausencia de poderes independientes. Si la cárcel es una extensión del poder judicial y éste a su vez es una extensión del Ejecutivo, estamos ante una democracia jaqueada.
Los salvadoreños deben advertir que las prisiones no están siendo utilizadas como mecanismos para sancionar delitos o medios a través de los cuales se busca la reinserción social. El presidente utiliza el sistema penitenciario a su conveniencia y parece ser que lo seguirá haciendo, convirtiéndolo en una herramienta para enquistarse en el poder.
*Texto publicado originalmente en Diálogo Político
Álvaro Bermúdez-Valle es politólogo. Docente e investigador de la Maestría en Política Educativa de la Universidad Centroamericana José Simeón Cañas. Fue responsable del Programa de Personas Desaparecidas del CICR en El Salvador.
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