Los rehenes, por Julio Túpac Cabello
De pronto sucede sin que te hayas preparado para ello. La sorpresa aquí es un elemento fundamental. Y la vida, la tuya y la del secuestrado, gira en un instante 180 grados. El tiempo te deja de pertenecer. La información, la prueba de bienestar de tu ser querido, las instrucciones para recuperarlo, se convierten en lo único esencial por lo que vale estar vivo. Pero el poder no lo tienes tú. Hay un criminal que se dedica a esto, y tú sabes que está dispuesto a todo (es lo que ha hecho toda su vida), pero no a cuánto hará ni en qué momento.
Los más de 20 millones de venezolanos que quedaron secuestrados el jueves 11 de marzo a las 5 de la tarde repentinamente quedaron en la oscuridad. E incomunicados. Sin electricidad y sin posibilidades de dar señas. Sin los pocos medios de comunicación que quedan, y con sus teléfonos agonizantes o sin aliento
Entonces la historia, la interina, ocurre en la vida de los familiares de los rehenes: millones de venezolanos que estamos regados por el mundo sentimos el arrebato en un suspiro: dónde está mi gente, cómo se guarecen, con qué cuentan, a qué peligros están expuesto, cuál es su red de apoyos.
Los insomnios fueron recurrentes y compartidos en las redes. Era asfixiante ver que twitter se quedaba sin mensajes provenientes de Venezuela, y que los últimos se iban repitiendo “4 horas atrás, 12 horas atrás, hace 1 día”.
Inquietudes al garete. Las preocupaciones de quienes han sido expulsados sostenidamente por 20 años ya distan mucho de ser una inquietud para los devenidos en secuestradores. Aquí la venezolanidad dejó de ser pareja hace tiempo. Si usted se fue, olvídese de que un día fue venezolano.
Para los secuestradores, ser venezolano sólo vale lo que vale una presa. Sólo tiene el valor de lo que importa al otro, si acaba o no con su vida, si lo mata de mengua o de enfermedades, de inanición. Los secuestradores van midiendo cuánto están dispuesto a dar los rescatistas.
Acá no decides tú cuando será la llamada, ni cuándo terminará. Mucho menos dictas la agenda. La vida perdió toda gravedad que no estuviese anclada en el gran secuestro.
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La aciaga agonía que hemos pasado los venezolanos adentro y afuera estos días, no sólo está relacionada con la imposibilidad de comunicarnos y ayudarnos en la predecible carestía que supone el exilio de la luz en tiempos en que todo está mediado por la energía (información, transporte, trabajo, alimentación, educación).
Hay una tristeza aguda que contrastó con la cima opuesta que se había sentido apenas tres días atrás, con el retorno de Guaidó y toda su huracanada energía, retando las circenses amenazas de los usurpadores.
El apagón no fue apenas la extensión natural del deterioro sostenido de 20 años de la revolución más chambona que se haya conocido. Fue, también, la comprobación de que la destrucción no es sólo un índice, un paisaje de enfermos y hambreados, sino que tiene un poder absoluto e inusitado, el de joderte la vida en un instante.
El apagón más prolongado en la historia del país (ya Venezuela es la cuna de los récords de Occidente), nos hizo caer en cuenta de que, de facto, el arma más poderosa de los secuestradores es hacerle daño a sus secuestrados.
Y de hecho, ya les es tan connatural comportarse como criminales, que han olvidado que al menos deben dar status del proceso de recuperación, atender a enfermos y necesitados, proveer de alguna operación que en apariencia les corresponda como gobernantes.
Los secuestradores, en cambio, aprovecharon para inventar una nueva rocambolesca conspiración (siempre se ganan en inaudita), para meter preso a un periodista que hace rato les es incómodo y asesinar a un profesional que podía decir demasiado sobre lo que pasó
Toda esta tiniebla sería solo muerte y apesadumbrada y hecatómbica final de historia de ciencia futurista, sino fuese porque los rehenes, aunque afectados y sin falsos optimismos, parecen haberse despertado y alertado al mundo del secuestro más grande de la historia del país.
Y todo secuestro que se conozca, termina.