Los Sin Tierra y Guyana, por Gregorio Salazar

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Desde el pasado 13 de marzo, más de 180 mil hectáreas del territorio venezolano, que son calificadas como «productivas» por el propio régimen, han quedado en manos del movimiento político-social brasileño conocido como Los Sin Tierra.
No ameritó consulta, no hubo referéndum para defender la «integridad territorial», no se sabe que se haya consultado la opinión de otros poderes, ni siquiera porque guardan una más que evidente sumisión perruna. Al mejor estilo de la monarquía no declarada que nos rige, la entrega se decretó y se anunció a través de la parafernalia mediática oficial.
El movimiento Los Sin Tierra, que orgullosamente se declara de inspiración marxista, es ampliamente conocido a nivel continental por sus actuaciones para intentar tomar –por la vía de hecho– vastas extensiones de territorio brasilero, lo cual ha sido causa de violentas confrontaciones armadas durante décadas, concretamente desde mediados de los años 80, lapso durante el cual reivindican el triste récord de 1.722 de «militantes asesinados».
Dicen los ex Sin Tierra, dado que ahora tienen una buena porción de la venezolana, contar «un millón y medio de campesinos sin tierra organizados a lo largo de los 23 de los 27 estados de Brasil», Estado que nunca les ha hecho una concesión como la que están recibiendo en Venezuela, a pesar de que el vasto territorio de nuestro poderoso vecino lo hace el país más grande del mundo, con una superficie territorial de 8 millones y medio de kilómetros cuadrados, el 47, 69 % del territorio suramericano, aproximadamente.
Ahora, con la acostumbrada rimbombancia del caso, para lo cual la vulgar entrega ha sido etiquetada como el «proyecto agroproductivo Patria Grande del Sur en el Estado Bolívar», los Sin Tierra supuestamente se dedicarán a «producir alimentos orgánicos a gran escala para nuestro pueblo en Venezuela».
Para quienes llevamos veinticinco años padeciendo el persistente cacareo de la nunca vista «soberanía alimentaria», tiene que parecernos como mínimo de una incongruencia descomunal que dicha meta se persiga precisamente vulnerando la soberanía nacional consagrada en la Constitución nacional.
El artículo 13 de la carta fundamental prohíbe –precedido con el rotundo adverbio «jamás»– ceder, traspasar, arrendar, enajenar ni siquiera temporal o parcialmente el territorio nacional, en este caso en el estado Bolívar, que no se caracteriza precisamente por su vocación agrícola, sino minera (hierro, oro, bauxita, coltán, etc.)
¿Por qué entonces entregar tan vasta extensión a un movimiento político extranjero? ¿O es que se piensa desforestar para cultivar en la selva amazónica? Eso sería entrar en contradicción con el carácter supuestamente «ecológico» del proyecto. Pamplinas.
Por supuesto que la «soberanía alimentaria» de la que habló desde su llegada Chávez involucró en un principio al Brasil. Pero, de nuevo asombrosamente, no fue a través de un movimiento político afín a su anacronismo ideológico, sino dándole negocios a los grandes estancieros, a los acaudalados productores brasileros que se cansaron de vendernos pollo, carne y productos agrícolas para atiborrar los barcos que, se jactaba Chávez, hacían fila para descargar en los puertos venezolanos.
Todos recordamos lo que ocurría en el plano interno. Mientras la gran burguesía carioca, lo mismo que la argentina y la uruguaya, se hartaba de petrodólares venezolanos –aún no habían destruido a Pdvsa–, nuestros productores del campo era expropiados, cercados, confiscados, víctimas de la competencia desleal a través de las importaciones, dejados sin fuentes de asesorías y financiamiento –recordemos la infausta suerte de Agroisleña—, sustituidos por inventos cooperativistas fracasados antes de empezar.
Nos quedó de todo ello la nefasta imagen del ministro Loyo, enviado especial del ministro Jaua, invadiendo fincas con una pistola al cinto. Y la del Clap por mucho tiempo con azúcar y harina precocida brasileras.
No se necesita hilar muy fino para observar que la malhadada entrega se está produciendo en un territorio fronterizo con el área en reclamación de Guyana y también con el norte de Brasil, extensión que además ha sido supuestamente convertida en un nuevo estado venezolano, y además en medio de escaramuzas marítimas sazonadas con la retórica de exaltación nacionalista.
Ya en ocasión reciente y a propósito del fracasado referéndum sobre el Esequibo, el presidente Lula, que conoce bien los delirios de sus camaradas, no esperó que los cruces de ataques y amagos subieran las tensiones y de una vez envió tropas a la zona en que Brasil linda con Venezuela y con Guyana.
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Es, por lo demás, un contrasentido hablar a cada paso de «descolonización del territorio» cuando se permite la entrada sin medida a nuestro suelo de ocupantes extranjeros. O pensando mal, ¿será que habrá un salvoconducto a los Sin Tierra para ocupar el artificiosamente decretado estado de Guyana? En tal caso, ¿cuáles serían sus repercusiones sobre la paz de la región?
Pero en materia de contradicciones y contrasentidos, ya sabemos que podemos esperar cualquier cosa. Hablan de democracia protagónica y participativa, pero cuando el pueblo vota y decide soberanamente, como lo hizo el 28 de julio, se roban impúdicamente las elecciones y barren y encarcelan a quienes protestan. Así de sencilla y relancina es la inconstitucionalidad express que estamos padeciendo.
Gregorio Salazar es periodista. Exsecretario general del SNTP.
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