Los talibanes y el ocaso de occidente, por Fernando Rodríguez
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No hay duda en calificar de catástrofe civilizatoria lo acaecido en estos días en Afganistán. Lo primero que salta a la vista del más desprevenido observador es que resulta desconcertante que la primera potencia del planeta –con todo su sofisticado armamento, con todo el oro del mundo, con todos los saberes, con su tecnología émula de la ciencia ficción, con Hollywood y todos sus restantes artefactos ideológicos– haya sucumbido ante un grupo tribal de fanáticos extremos, a veces descalzos, con una ideología medieval y costumbres bárbaras, esto después de veinte años de haber detentado, por títeres interpuestos, todo el poder en ese pobre país. Lo único que uno puede suponer es una mezcla de incapacidad y desidia, muy pecaminosas, con la dificultad de forzar cambios civilizatorios en muy complejos escenarios nacionales. Lo más adecuado para la vergonzosa situación, y que no solo compete a los gringos, sino que gran parte de Europa que lo acompañó como monaguillos de esa misa negra.
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Capítulo aparte, pero no menos importante, fue la fuga que intentaron las tropas invasoras y centenares de miles de afganos colaboradores de éstas o meros usuarios de la frágil nueva cultura que los gringos habían creído sembrar en el país invadido y controlado por dos décadas. Es uno de los espectáculos más terribles de la contemporaneidad y sus contradicciones e impotencias. Realmente fue la degradación máxima de la prepotencia de los señores del planeta, muy superior a aquella memorable huida de Vietnam de ribetes tragicómicos, esa otra derrota infamante de los amos del poder planetario. Las guerras de cuarta generación –grandes contra chiquitos– han mostrado cuanta debilidad hay en los intersticios de esos grandes poderes. Y, por supuesto, nos saltamos otros episodios altamente indicativos como Irak, Libia y pare de contar donde el desgaste y la degradación han marcado su supuesta intención de venderles la democracia y el mercado como el dios del liberalismo manda.
En semejante catástrofe algunos han visto el ocaso de Occidente. No sé si exageran, pero éste nunca había mostrado sus costuras rotas como en esta ocasión. Por supuesto los costos no han sido irreparables para tan grandes economías. Pero hay algo tremendamente simbólico en ese acontecimiento sin par. No “civilizar” un pobre país teniendo todo el tiempo y los recursos para hacerlo. Y tampoco pudieron hacer otra cosa que correr en una desbandada nunca vista, con el tiempo contado rigurosamente por los estudiantes de teología, cual indefensas y cobardonas huestes derrotadas y escarnecidas. Y con ello, es mi opinión, dañaron como nunca el poder y los ya bamboleados valores ilustrados.
Estos acontecimientos son un nuevo pórtico para que otro orden mundial se consolide, bastante diferente, y donde reinará una nueva e indeseable hegemonía que será la China, que en esta ocasión sólo ha cambiado un peón suyo por una torre, y que agrega a su victorita obtenida en la pandemia. Pareciese que en poco tiempo nos meterá a todos en el camino de la seda.
Una hegemonía despótica a cuál más a la que se ha de combatir, que impondrá su despotismo globalmente, combinado ciertamente con los lustres y la perspicacia tecnológica-económica y por supuesto consumista y hedonista de Occidente. Pero ya queda muy claro cuál es el antagonismo ya en acción de la nueva guerra fría –las guerras frías pueden hacerse calientes– y que el nuevo y temible hegemon contará con unos cuantos aliados en las zonas depauperadas y no tanto del planeta que son las más, unas por conveniencia económica otras por identidad ideológica.
L a historia funciona muchas veces así. Por sustos, por ataques de hipo, por las piedras de David, por un asesinato en Sarajevo, por agujero por donde aflora el mal profundo que nos aqueja. Los historiadores subrayarán esta fecha.
Fernando Rodríguez es filósofo. Exdirector de la Escuela de Filosofía de la UCV.
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