Los tiempos de la literatura, por Fernando Mires
Twitter: @FernandoMiresOl
He cometido un error. Había leído Manual para mujeres de la limpieza – uno de los libros principales de Lucia Berlin – algunos cuentos. Pero de manera esporádica, no continua. Excelentes todos, por cierto. Los había leído hasta ahora, como me gusta leer los libros de cuentos, en un rato disponible y ya. Luego puedes seguir haciendo otra cosa. Nadie te obliga a seguir el curso de una historia desde el comienzo hasta el final. Otro día puedes leer otro cuento. Frente a un libro de cuentos, pensaba yo, uno es más libre que ante una novela. Ese fue mi craso error.
Del error me di cuenta un día en que, disponiendo de más tiempo, leí tres cuentos seguidos de Lucia Berlin. Diablos, me dije, estos no son solo cuentos. Joder, esta es la historia de una vida contada en forma de cuentos. Puchas, son retazos del recuerdo, narrados de modo discontinuo, así como contamos la vida cuando vamos asociando libremente a través de las cosas que se presentan en el devenir. Pues, a diferencias de la historiografía, la que por lo general sigue un curso continuo, sucesivo y hasta cronológico, la vida cotidiana es regida por nociones de tiempos no secuenciales.
¿Y si la escritora, en lugar de poner nombres diferentes a cada uno de sus recuerdos (inventados o reales, da lo mismo) les hubiera puesto números romanos o árabes? ¿Sería una novela? La pregunta, después de pensarla un poco, la contesté de modo afirmativo. Sí, sería una novela, pero no una novela tradicional, sino una de nuestro tiempo. ¿Lo explico? Bueno.
Hasta hace algún tiempo la novela tradicional no se diferenciaba demasiado de un cuento largo al que los franceses llaman también nouvelle. Las novelas del siglo XlX y comienzos del XX (nótese en los más grandes, Flaubert, Zola, Dickens, Chejov, Turgenev, Dostoyevski, y tantos más) siguen un curso dictado por sucesos que transcurren en tiempos sucesivos.
Entre nosotros, esa saga que son sus Cien Años de Soledad, la escribió Márquez como una historia, algo así como Homero a la Iliada y la Odisea. Y quien sabe si en esa línea homérica reside su encanto. En fin, las novelas tradicionales eran, sin ser históricas, concebidas como imaginadas historias de personas, familias, y hasta países.
Las cosas comenzaron a cambiar cuando a Proust se le ocurrió escribir En busca del tiempo perdido. Su héroe Swann, por ejemplo, no asciende verticalmente en el tiempo sino que se detiene para retroceder en sus recuerdos y luego recuperar la ruta iniciada. Joyce fue aún más adelante: a través de su enmarañado Ulises, nos perdemos en el tiempo. Con esos dos autores la novela había comenzado a dar un vuelco: del simple relato de una historia continua llegó a transformarse en una relación de episodios intermitentes.
El cambio radical fue consumado por Faulkner quien convirtió al pasado en una prolongación del presente. O en un eterno retorno, para decirlo con Nietzsche y Borges (cuyos cuentos son, sin embargo, en su estructura, muy tradicionales). En nuestro idioma, seguidores de Faulkner fueron Vargas llosa – sobre todo en La Casa Verde – y Onetti, el muy grande pero no siempre muy recordado Onetti quien, según mi impresión, fue más faulkneriano que Faulkner. Y hoy las cosas han vuelto a cambiar.
Lentamente está naciendo un nuevo tipo de novela. A diferencias de las novelas del tiempo continuo y de las del tiempo discontinuo, han comenzado a emerger las que podríamos llamar, las novelas del tiempo disgregado.
El toque de alerta lo oí de Denis Scheck, el más conocido crítico literario alemán. Con estilo terminante, copiado en parte de su antecesor Marcel-Reich Ranicki, dijo sin asomar dudas: “los más grandes escritores de nuestro tiempo son el norteamericano David Forster Wallace y el chileno Roberto Bolaño”. Difícil estar de acuerdo si consideramos que los rankings literarios no son como los concursos de belleza, o si pensamos que cada escritor tiene lo suyo y, no por último, porque hay escritores que continúan escribiendo en un estilo muy tradicional sin dejar por eso de ser grandes escritores.
El tema, por lo tanto, no es quien es mejor que otro sino quien anuncia nuevas formas de narrar el mundo. Y sin duda, en ese sentido, Wallace y Bolaño – y hoy agrego a Lucia Berlin – narran de un modo distinto: ni en tiempo continuo, ni en tiempo circular, ni en tiempo alternado. sino en un tiempo al que podríamos llamar, fragmentado.
Esa fragmentación narrativa es lo que tienen en común un Wallace, un Bolaño y, ahora agrego, una Berlin, aparte claro está, de que los tres están muertos. En ellos los capítulos, o los cuentos, no son historias, son más bien partículas de historias.
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Voy a decirlo a modo de ejemplo: cuando tú preguntas a alguien de que trata la novela Los Miserables, te contarán de las desventuras de Jean Valjean, y si preguntas sobre Madame Bovary, de los amores infieles de la madama, o sobre Crimen y Castigo, de las tribulaciones del atormentado Raskolnikov.
Pero si preguntas de qué trata La Broma Infinita de Wallace o 2666 de Bolaño, te meterás en un atolladero. Pues, efectivamente, las de ellos son narraciones que tratan de muchas cosas pero a la vez de ninguna en especial. En modo taxativo: son narraciones sin argumentos. Lo mismo se puede decir de los cuentos de Berlin, quien, en las postrimerías del mundo industrial, avista las nuevas formas literarias que aparecerán en el llamado post-industrialismo.
Los cuentos de Lucia Berlin narran momentos sin desenlaces ni finales felices o infelices y sin siquiera mantenerse en una línea que corresponda a una historia relativamente ordenada. En el caso de Berlin, terminas de leer un cuento, y la vida continúa, hasta llegar a otro fragmento que ya es otro cuento. Y justamente eso es lo que convierte a su lectura en una práctica sumamente interesante.
Más aún, gracias a Berlin logramos darnos cuenta de que hay autores que no escriben para innovar sino porque no pueden hacerlo de otro modo pues la vida de ellos es como la de sus personajes. Vidas, podríamos decirlo así, compuestas de muchas vidas, sin una línea directriz o columna vertebral que vincule a cada fragmento con otro. En fin, sospechamos de qué se trata de una forma de vida hegemónica diferente a la que vivieron los grandes autores de la modernidad.
Fue el sociólogo Richard Sennett quien en su libro La Cultura del Nuevo Capitalismo nos dio a conocer de modo ilustrativo, casi literario, como la vida flexible de los humanos post-industriales, configurada en la era digital, difiere de la que llevaban nuestros antecesores de la era industrial. Las biografías lineales, según Sennett, han dejado de ser hegemónicas. Las oportunidades de espacio y tiempo que ofrece la economía y la cultura post-industrial han determinado por el contrario el aparecimiento de vidas multilineales, vidas que poco a poco han dejado de ser monográficas para transformarse en poligráficas.
Por eso Lucia Berlin, cuando narra episodios de su vida, o de otras vidas, apela al recurso poligráfico, trabando argumentos inconclusos entrelazados de acuerdo a coordenadas de tiempo y lugar que nunca terminan de articularse entre sí. ¿Por qué escribe así? La respuesta solo puede ser una: simplemente porque su vida fue así.
Lucia Berlin nació en Alaska en 1936, hija de un experto en minas, sus primeros años transcurrieron en asentamientos mineros de Idaho, Kentucky y Montana. En 1941 su padre partió al frente y la familia – una madre, alcohólica y depresiva, y una hermana menor – fue a vivir en casa de un abuelo, un dentista brutal y pedófilo. Cuando regresó el padre de la guerra, la familia emigró a Santiago de Chile, donde Lucia llevó, según cuenta ella, una niñez y una adolescencia placentera, en excelentes colegios, pero a la vez muy superficial. Cabe agregar que desde los 10 años Lucia padecía de una dolorosa e incurable escoliosis por lo que debía llevar un corsé ortopédico de acero.
En 1955 Lucia inició sus estudios universitarios en Nuevo México, donde fue alumna del novelista Ramón J. Sender, el primero en descubrir su talento literario. Pronto se casó con un escultor y tuvo dos hijos. Después que su marido la abandonara, llevó una vida amorosa y sexual muy irregular. Hasta que en Alburquerque conoció al poeta Edward Dorn, muy decisivo en su formación literaria. Volvió a casarse, esta vez con el pianista Race Newton y después con su tercer marido del que lleva su apellido, Buddy Berlin, músico, excelente persona, pero muy adicto a las drogas. Con Newton, Lucia tuvo dos hijos más.
Lucia heredó de su madre la pasión alcohólica a la que detalla sin tapujos en diversos cuentos. Conoció el mundo intelectual de su tiempo, pero también los más bajos fondos que es posible imaginar. Entre 1971 y 1994 vivió en Berkeley. Trabajó como profesora de secundaria, telefonista, en centros hospitalarios, mujer de la limpieza, auxiliar de enfermería, a la par que escribía y bebía sin cesar. Solo al final de su vida alcanzó cierta estabilidad. Ganó la batalla en contra del alcoholismo, pero la perdió frente a un pulmón perforado por su escoliosis y el cáncer.
Edward Dorn la llevó a la Universidad de Colorado, como escritora residente y profesora de literatura. Allí ganó la amistad de muchos académicos y escritores y el cariño de sus alumnos quienes la destacaron como su mejor profesora. Murió en 2004 en Marina del Rey. ¿Una vida trágica? Aparentemente sí, pero una vida que ella cuenta – esto es lo asombroso – con luminosos destellos de alegría y, sobre todo, con un fino y envidiable humor. Nunca dejó de ser ella misma.
Para finalizar, aunque la frase parezca un absurdo, voy a “contar un cuento” de Lucia Berlin. Uno de los cuentos más breves que he leído en mi vida. Pero a la vez uno de los más conmovedores. Su título es “Mi Jockey”.
Trabajando Lucia en el servicio de urgencias donde se conocen “Hombres de verdad, héroes, bomberos y jockeys”, llegó un jinete, uno entre tantos de los que se les rompen huesos. “Sus esqueletos parecen árboles, parecen brontosaurios reconstruidos. Radiografías de San Sebastián”. La mayoría son mexicanos. Ese fue su primer jockey, Muñoz se llamaba y “estaba tendido allí tumbado, inconsciente, un dios azteca en miniatura”. Costó un mundo desvestirle. Muñoz comenzó a llamar a su madre. “No solo me agarró de la mano. Como algunos pacientes hacen, sino que se colgó de mis cabellos, sollozando “mamasita, mamasita”. Lucia entonces lo acunó como a un bebé. “Era pequeño como un niño, pero fuerte, musculoso. ¿Un hombre en mi regazo? ¿Un hombre de ensueño? ¿Un bebé de ensueño?”
Clavícula fracturada, tres costillas rotas, conmoción cerebral: fue el diagnóstico. Lo llevan a rayos X. No podía ser llevado en camilla y por eso “lo llevé en brazos, estilo King Kong (.) sus lágrimas me mojaron el pecho” (…..) “Lo tranquilicé igual que habría hecho él con un caballo “Cálmate lindo, cálmate”. “Se aquietó en mis brazos” (…..) “Acaricié su espalda tersa. Se estremeció, lustrosa como el lomo de un potro soberbio. Fue maravilloso”
¿Por qué “cuento este cuento”? Porque así era Lucia Berlin. Porque ella era literatura pura. Porque así es la vida, trágica y cómica a la vez. Y porque ese cuento, como otros, está escrito con todo el amor del mundo.
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