Luz y sombra, por Marcial Fonseca

El autor ha sondeado su biblioteca, ha consultado a internet y ha preguntado a los amigos en la búsqueda de un relato que le dio a leer su padre hace ya más de seis décadas. Además, treinta años después de aquel hecho, llegó a tener una copia física en sus manos que ahora tampoco puede ubicar; sí recuerda que el autor tenía un apellido de origen italiano: Poggio y el título del texto era el mismo de esta crónica. La Biblioteca Nacional tampoco ha sido de mucha ayuda en la ubicación del relato de marras. Ahora espera que quizás algunos de los lectores lo hayan leído y lo comuniquen al correo electrónico que aparece al pie de este artículo.
No se le olvidan las palabras de su progenitor:
—Hijo, lea esto —y le señaló un cuento publicado en una revista institucional del Ministerio de Educación o en la Revista Nacional de Cultura; ¿en cuál publicación?, la mente no lo precisa. Aquí va lo que recuerda de esa lectura.
Una madre fatiga las insoportables calles de su pueblo preguntando por qué se mueren los niños; a ella la carcome un dolor inmenso por su hija recién fallecida y no entiende por qué pasó aquello, y se pregunta en general por qué tienen que morir los hijos; por qué su hija tuvo que partir al más allá si apenas estaba empezando a vivir.
A quien primero le preguntó fue al galeno que la atendió en la enfermedad. La respuesta fue infame.
—Los síntomas, y el cuadro clínico en general, que presentó su hija fueron superiores al sistema inmunológico de la paciente; es decir, sus defensas no estuvieron a la altura de la circunstancias, a pesar de nuestra profesional ayuda; y por ello falleció.
Esto no satisfizo a la progenitora; y continuó en su labor con rumbo errático y le preguntó a un desconocido.
—Es claro —respondió este—, que la relación ontológica de la existencia humana lo requiere; y como estamos en un mundo ergódico; para morir se necesita estar vivo; y su hija lo estaba y simplemente le tocó porque le tocaba.
—Pero, ¿por qué, por qué mi hija?
—La existencia del ser humano no se puede particularizar, bastaba que estuviera viva, y en algún momento tenía que fallecer.
—Señor, ¿usted qué es?
—Señora, yo soy un filósofo.
Ella siguió caminando, desencantada, perdida. Quería saber y no sabía dónde buscar. Se sentó en un banco de la plaza Bolívar. La tristeza era muy patente, un desconocido se le acercó.
—Señora, ¿qué le pasa?
—Mire, mi hija, y de solo decirlo siento que caigo por un negro abismo, partió para el cielo, está con los ángeles y con nuestro Señor Jesucristo y supuestamente debo alegrarme por ello; pero no veo cómo voy a regocijarme, así esté con el Señor Jesucristo. ¿Por qué se la tenían que llevar y por qué a ella?
—Señora, estamos ante el dolor mayor; y la razón es dura como lo es la muerte de cualquier niño; pero, si no murieran los hijos, estaría cegada la fuente más hermosa del dolor humano.
—¿Quién es usted?, señor.
—Yo, un simple poeta, señora.
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Marcial Fonseca es ingeniero y escritor
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