Machu Picchu, por Pablo M. Peñaranda H.

Twitter: @ppenarandah
Estuve presente en una conferencia de Alfredo Bryce Echenique, el escritor peruano de la fantástica novela, Un mundo para Julius. Su editorial promocionaba su último libro. El afamado escritor acompañaba su disertación con sorbos que tomaba de un vaso, el cual, un empleado se encargaba de mantener lleno. Supuse que era una bebida espirituosa, dado que dejó un poco la coherencia y cambió de entonación.
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El caso fue que, del tema de sus libros saltó a comparar la expresión «por favor» entre los idioma catalán y francés, adjudicando belleza y hermosura al «S‘il te plaît» . Avanzó sobre sus escritos, hasta que puso punto final a su conferencia. No habían trascurrido unos segundos cuando una dama lanzó sobre Alfredo una serie de acusaciones y terminó con un discurso nacionalista. Bryce, con calma, le respondió que ella tenía una enfermedad y que ésta se curaba leyendo y viajando, con lo cual arrancó un estrepitoso aplauso.
Ciertamente, cuando uno termina la novela En el Camino, de Jack Kouroc, los personajes que regresan de un viaje por los EE.UU. y México, son distintos de los que partieron, distintos de alma y pensamiento.
Eso fue lo que me ocurrió, cuando mi arrojo me permitió cruzar parte de América Latina para conocer las ruinas de una ciudadela, que se había descubierto en 1902 pero conocida en el mundo entero en 1913 con el nombre de Machu Picchu.
El trayecto lo realizamos en todos los transportes posibles: avión, tren y finalmente en unos buses destartalados. Antes de llegar a Perú, en la frontera entre Colombia y Ecuador, en un poblado de nombre Ipiales, nos dimos un descanso que nos permitió visitar sus alrededores y, por los comentarios que oíamos, nos entusiasmamos a conocer un monasterio, que era motivo de peregrinaje de enfermos e inválidos para su sanación.
Toda suerte de comentarios se produjo en aquella escasa tropa que abjuraba de la religión y levantaba las banderas del materialismo. Lo cierto es que, con decidido entusiasmo no dirigimos a conocer «Las Lajas», que así se llamaba el lugar.
A nuestra llegada fuimos sorprendidos por un panorama de tres cerros, dos de ellos se comunicaban por un elevado puente de piedras que unía dos de las colinas, para terminar en una bella y modesta Iglesia. En un costado de la iglesia aparecía una pequeña cuesta en cuya cima se levantaba la ermita. Al momento de nuestra llegada presenciamos dos arcoíris, uno muy cerca del otro. Contemplamos largo rato aquel espectáculo, sin perder el interés por la peregrinación de enfermos, quienes subían las gradas para llegar a la ermita, fuente de los milagros.
Ya habíamos alcanzado algunos escalones cuando me percaté que estaban construidos con bastones, muletas y diversas prótesis que habían sido prensados con tela metálica. Esa escena buñuelezca, me paralizó. Por un instante, tuve la sensación de caminar sobre las tragedias y los dolores del mundo. Tal sentimiento cambió por completo al observar el paisaje que se presentó con un esplendor del verde. De tiempo en tiempo, el cielo era cruzado por una bandada de palomas lo cual convertía aquello en un verdadero sortilegio.
Permanecimos absortos frente aquel panorama y, creo que fue allí donde nació mi interés por ese tipo de edificaciones religiosas y su armonía con los lugares escogidos para su construcción. Esas construcciones, separadas de la vida mundana y enclavadas en una exuberante vegetación y, mas de las veces rodeadas de formaciones rocosas, con veredas angostas para el caminar pausado del peregrino, suelen ser un conjunto hermoso donde se justifica la meditación y sentimos conmover nuestros pensamientos.
Al recorrer el interior del recinto vivimos la armonía de la paz, que aumentó con las oraciones y los cantos.
Ya al exterior de la abadía, tomé conciencia de que nos encontrábamos a medio camino de nuestra meta y, al menos yo, sentí la plena convicción de terminar el viaje y conocer Machu Picchu. A la distancia en el tiempo, esa parada en el trayecto fue fundamental para lograr la meta. Lo hicimos y en mi caso, fue un viaje que marcó por largo período mi vida.
Solo eso quería contarles.
Pablo M. Peñaranda H. Es doctor en Ciencias Sociales, licenciado en Sicología y profesor titular de la UCV
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