Malditas llamadas, por Omar Pineda

Twitter: @omapin
Hay que conocer bien a Cifuentes para disfrutar el purgatorio que ha atravesado. Ya debe de estar bordeando los 68 años; pero, desde que somos amigos –algo más de tres décadas– el pana no ha hecho más que acumular episodios de mala leche, porque Alfredo Cifuentes es un compendio de excentricidades, malgre lui, que solo parecen pasarle a él y de las cuales no se vanagloria, sino que, al contrario, prefiere ocultarlas, porque, primero, les avergüenzan y, segundo, porque sabe que será objeto de bullying entre los compañeros de la oficina.
La última vez que nos vimos estaba excesivamente nervioso porque, sin desearlo, se había metido en un problemón de este tamaño con una banda delictiva desconocida, lo que agravaba su condición de víctima inocente.
A lo mejor tales situaciones solo ocurren en Venezuela, gobernada desde hace tiempo por una pandilla de ladrones que no se atreven a salir del país ya que la DEA los tiene en la mira. El caso es que hace dos años Alfredo aprovechó unas vacaciones que le debían en la empresa y decidió alquilar una modesta vivienda en los lados de Higuerote. Hacia allá se fue con Esperanza, su mujer, para disfrutar dos semanas oyendo música y tomando cerveza, viendo series televisivas en la noche, almorzando en una casa familiar que se prestó a cocinarles almuerzos baratos y zambullirse en la playa, o en la piscina del pequeño conjunto residencial, que otrora fue segunda vivienda para profesores universitarios y otros profesionales, y ahora lo gerencia un grupo empresarial afín al gobierno.
El caso es que deleitándose el tercer día de ocio Cifuentes oye que repica su móvil y pesadamente se levanta de la hamaca para atender. «José… mataron al Gordo… tenemos que reunirnos para darle la parte que le corresponde a la jeva del pana», escucha algo aturdido, sin dejar de sospechar que podría tratarse de una joda de los compañeros de la oficina. Pero, una vez que el otro termina de hablar, Cifuentes le aclara «Perdona, pero creo que te equivocaste de número», y trancó.
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No había vuelto al chinchorro cuando repica de nuevo el teléfono y antes de que el otro hable se adelanta para aclarar «te digo, hermano, que te equivocaste de número y trancó». Pasaron cinco minutos y ya Cifuentes había olvidado el extraño incidente; de hecho, su mujer le aconsejó no darle más vuelta al tema porque es natural que la gente se equivoque al marcar. Sin embargo, no fue así.
Nuevo repique del móvil y Cifuentes molesto porque se empeñaban en perturbar su siesta cambia de estrategia: no responde, se queda callado, para desconcertar al otro, pero ese otro, ya en un tono molesto, más bien agresivo, es quien habla: «Mira José, no sé qué coño es lo que te pasa… pero tú sabes que tienes los billetes del tumbe… así que no quiero cómica… y lo que vas hacer es darle a Omaira, la jeva del Gordo, la parte que le correspondía al causa… ni siquiera has preguntado cómo fue que lo quebraron, nojoda… Ponte las pilas, marico, porque esa vaina del pana me tiene burda de arrecho».
Cifuentes tragó fuerte porque, aunque estaba seguro que se trataba de un malentendido tenía que convencer al delincuente. Respiró fuerte y habló en un tono convincente «Mira, hermano. Yo no sé quién coño es el Gordo, como tampoco sé quién eres tú, porque, como te dije antes, estás llamado a un número equivocado… la única plata que tengo la cargo en mi cartera y no es mucha; así que deja de llamar a este número porque yo no soy ese José que estás buscando; deja de llamar porque cada vez que llames te voy a dar la misma respuesta».
Sobrevino una pausa que Cifuentes estimó era el tiempo que el otro se estaba dando para asimilar la respuesta y entender que no había marcado el número correcto o que el tal José lo engañó suministrándole el teléfono de un desconocido. Al fin el otro habló y lo que dijo no era para dormir tranquilo esa noche. «Mira, mamaguevo, tú crees que me vas a engañar como hiciste con el Conejo… déjate de charlas, saca los dólares que le tocaban al Gordo y llama a su jeva, te paso su número por WhatsApp, y montas con ella un punto para darle su vaina… te doy plazo hasta mañana a las 6 de la tarde… si no, tú sabes cómo soy yo de malo». Si el otro agregó algo, Alfredo Cifuentes no lo supo porque trancó entre molesto y asustado. No estaba para seguir oyendo intimidaciones de nadie. Cuando voltea con rostro desencajado hacia su mujer, Esperanza le dice «¿el mismo tipo? Bueno, apaga el teléfono y deja de usarlo, y ya está».
Exactamente. Tan fácil que parecía deshacer el entuerto. Los ocho días restantes que Alfredo y Esperanza pasaron en Higuerote fueron inolvidables, gracias a una acción de sentido común: desconectar el móvil. De manera que al final de las pequeñas vacaciones, hicieron sus maletas, se montaron en la camioneta y emprendieron el regreso. Tras dos horas y media de autopista, llegaron a su casa y entonces Cifuentes, picado por la curiosidad, enciende el aparato y lo primero que observa es que tiene veintidós llamadas perdidas del tipo que pretendió arruinarle sus vacaciones, además de otros mensajes desconocidos por WhatsApp que le resultaron inevitable de leer.
Cifuentes me resumió ese cúmulo de mensajes en uno solo «Marico, firmaste tu sentencia de muerte… vamos a tu casa, te quitamos los dólares del asalto y te tiroteamos a ti y a tu mujer». Cifuentes le mostró el mensaje a Esperanza y ella le dijo «vamos directamente a la Policía». Fue lo que hicieron.
Cuando por fin los atendieron y explicaron detalladamente quienes eran y cómo esa equivocación podía acarrear un peligro para sus vidas, el comisario les obsequió una sonrisa reconfortante. «Lo primero que van hacer es sacarle la tarjeta SIM del teléfono y destruirla. Luego cómprese otra línea y lo demás lo hacemos nosotros que estamos ya rastreando el número para saber quién y de dónde llamaron…».
El comisario volvió a sonreír, esta vez con benevolencia, porque los vio asustados. Les entregó una tarjeta con su nombre y les recomendó: «Llámenme a este número y yo personalmente les diré en qué ha parado todo esto ¿de acuerdo?». Cifuentes me cuenta que salieron de la sede del Cicpc poco convencidos de la promesa del comisario, pero hicieron exactamente lo que les aconsejó.
Pasaron dos semanas desde el latoso incidente que casi les estropea sus vacaciones y no hubo más llamadas. Hasta que un viernes por la tarde, sentado en su oficina, recibe una llamada. Pronuncia el nombre de la compañía, y añade «¿qué desea?». Tras una pausa breve, del otro lado le responden «José, coño, ¿es que no piensas darle a la jeva del Gordo los dólares que le tocaban al pana?». Cifuentes empalideció y miró a los lados para asegurarse que no se trataba de una pesada broma de los compañeros.
Sin saber qué hace ni qué decir se quedó con él teléfono en la mano, mientras del otro lado la voz del desconocido le advertía «ya está… esta es la última llamada… vamos a caerte a tiros hijo de puta». Cifuentes me lo ha narrado con lujo de detalles sin importarle que aquí es de madrugada, luego de explicarme que debieron abandonar el país y que ahora están tratando de recomponer sus vidas en un pueblito desconocido de Cleveland. Cuando quise decirle algo para darle ánimo, Cifuentes no me escuchó porque no paraba de llorar.
Omar Pineda es periodista venezolano. Reside en Barcelona, España