Marcianos y fin de mundo, por Fernando Rodríguez
Mail: [email protected]
En mi adolescencia, años 50 del pasado siglo, eran noticia y tema de conversación —en la modesta Caracas subdesarrollada, pero también en el globo todo—, tanto el fin del mundo como la visita que nos hacían los extraterrestres, preferentemente marcianos, en sus platillos, con su pequeña estatura y sus rostros carnavalescos.
Es fácil inducir que lo primero tenía que ver con las armas nucleares y el mundo polarizado y lo otro con el temor a lo desconocido que sugerían los próximos viajes espaciales y ciertas novedades tecnológica alucinantes, como la televisión. Por decir algo ligera y dominicalmente.
Yo no era nada crédulo del aluvión de informaciones que circulaban, pero recuerdo muy claramente unos panaderos portugueses que vieron un platillo aterrizando por los lados de Petare que ocasionó grandes titulares de la prensa amarilla. Y, también recuerdo, que escuché hablar o leí sobre aerolitos enormes que venían hacia la tierra o furias infernales del sol que acabaría con nuestro benigno clima y los dulces atardeceres tropicales. Pero de verdad nunca le pare mucho, vaya usted a saber la razón de mi temprano escepticismo con tales temas.
Tan solo una vez en que un familiar político, de ordinario muy callado, me dijo en voz baja en uno de los almuerzos dominicales en que se hablaba de un inevitable próximo fin del mundo, lo siguiente: la gente es bien pendeja, el mundo no se va a acabar, se acaba para el que se muere. Me pareció un razonamiento impecable y enigmático a un tiempo, por lo que decidí optar por la carrera de Filosofía a ver si podía descifrarlo. Pasé la vida en la Escuela de Filosofía de la UCV, como alumno y profesor, y nunca encontré respuesta a ese enigma que tiene que ver con la extraña unión del espíritu o la conciencia con el cuerpo. Uno busca la permanencia, la infinitud, el otro se pudre y desaparece en un santiamén. Para mí, que es un monstruoso y cruel desaguisado de la evolución. Pero no es el tema.
*Lea también: La universidad venezolana y su vía crucis, por Gioconda Cunto de San Blas
Todo eso pasó de moda. El hombre caminó por la luna, Stanley Kubrick hizo la maravillosa 2001 y los millonarios ya han comenzado a hacer turismo espacial. La tercera guerra mundial no ha tenido lugar —con sus espantosos misiles nucleares— hasta el momento. Pero se pueden escribir enciclopedias sobre los fenómenos que produjeron tales mitos contemporáneos. Tanto, que la NASA tuvo que ordenar una investigación sobre los infinitos testimonios supuestos de objetos extraterrestres (OVNI), a fin de clamar ciertos miedos muy generalizados, que tuvo que cerrar sin haber encontrado nada serio, nada.
Y bajó la tensión mundial cuando los comunistas decidieron, contra todo pronóstico, botar tierrita y rendirse pacíficamente.
Claro, el hombre sigue siendo fanático y las contradicciones de ayer se renuevan de alguna otra manera, a lo mejor la rebatiña de China vs EE. UU. por los grandes mercados y en eso surge una bronca porque los mercados no son cualquier cosa.
Pero, vea usted, ahora resulta que instancias respetables y científicas norteamericanas dicen que ha habido en años recientes fenómenos avistados por pilotos gringos que no pueden ser explicados con la ciencia y la tecnología circulante. Una especie de naves en forma de tabacos que vuelan a velocidades inconcebibles y desafían todo lo hasta ahora visto en los cielos. No dicen que sean extraterrestres, pero no pueden explicarlos con las categorías en uso. Ave María purísima. Lo que no creí de muchacho me lo quieren vender de viejo. Un escritor que leo con gusto por su sapiencia y apego a la razón científica acaba de escribir en El país un elogio de los científicos que quieren investigar de verdad cuáles son las posibilidades de que exista vida en el insondable mar de galaxias que nos rodean y en los millones de soles que las habitan, donde debe haber infinidad de planetas similares al nuestro.
Y en cuanto al fin del mundo, pues he visto con alarma en estos días que en la poderosa Europa Unida, en Alemania y Bélgica, ha habido catástrofes que han superado todas sus defensas y han creado devastaciones que no tienen precedentes.
O algo similar ha pasado con las inundaciones en la China esplendorosa, en donde ha llovido más que en mil años. Súmele el ya familiar coronavirus. Y no le hablo de gran parte del tercer mundo en caída libre o de los millones de migrantes porque ya lo sabemos. Un mundo que se podría acabar, fin que pareciera haber comenzado y cuyos cataclismos no respetan ya ni a la respetable señora Merkel. Los mitos populares de mi adolescencia convertidos en posibles realidades y hasta cercanas.
Fernando Rodríguez es filósofo. Exdirector de la Escuela de Filosofía de la UCV.
TalCual no se hace responsable por las opiniones emitidas por el autor de este artículo