Marejada feliz, por Omar Pineda
Twitter: @omapin
No había transcurrido un minuto desde que paramos en el terraplén que sirve de estacionamiento al restaurante cuando una gritería estridente, desordenada, nos tomó por sorpresa. Pese a la señal nada confiable que emergía del local, optamos por bajar del carro porque ya en los minutos previos habíamos tirado a la vía las últimas latas de cervezas y el hambre crujía en los estómagos. Así que, en vez de preguntar qué pasó, simplemente nos dirigimos hacia la primera mesa. Al entrar, Alberto dijo “¡coño!”, no como expresión de asombro sino como confirmación del error que debimos haber evitado.
No podíamos echar atrás las manecillas del reloj y a nadie se le ocurrió otra cosa que mirar hacia el suelo, cerca de la barra repleta de vasos y platos sucios, donde un joven de baja estatura, aindiado, cabello negro, chores playeros y camisa desabotonada daba la impresión de que dormía. El problema era que detrás de su cabeza corría sin apuro un hilillo de sangre que se espesaba formando una costra gelatinosa. El hombre que blandía la pistola en la mano derecha nos observó con desconcierto más que con ira, mientras que una falsa rubia, cuarentona, pasada de maquillaje lloriqueaba presa del pánico en una silla. El sujeto armado era un hombre de unos 45 años, alto y espaldas anchas, el rostro bañado de sudor como si hubiera forcejeado antes con el ahora cadáver o quizás transpiraba los excesos de licor.
Con ese mismo aire grave, altanero, gritó: ¡¿Y ustedes, qué coño miran?! No íbamos a responder a una pregunta tan obvia. Solo yo atiné, con débil voz y piernas ingobernables, pronunciar algo así como: “Solo vinimos a comer”. “Pues, siéntense… ya los van a atender”, contestó y volvió su mirada encolerizada hacia el cadáver.
En segundos teníamos al lado una chica con su libretita en la mano. Nerviosa, con voz apurada y un dejo de suave tristeza recitó el menú. Alberto se adelantó y pidió cuatro cervezas bien frías, mientras yo ordené dos pollos en brasa, en trozos y hallaquitas, para los cuatro. La mesera asintió, quiso decirnos algo pero se arrepintió y optó por callarse. Así que se volvió caminando a toda prisa hacia la barra y se perdió en la cocina.
Cuando al fin pusimos los pies sobre tierra advertimos para alivio nuestro que había comensales en otras mesas y que, como nosotros, ellos también estaban bajo shock, fingiendo que nada había sucedido, cuando lo que había sucedido no los dejaba comer.
Uno a veces se burla del destino, pero es indudable que en cierto modo algunos acontecimientos resultan explicables bajo la idea a posteriori de que pudieron ser evitados. Por ejemplo, Alberto no quería parar en ese restaurante porque conocía otro mejor; Teresa se había empeñado en ir a un McDonald; a Magda le dio por probar comida china. Yo no dije nada. Me era indiferente entrar o no y ese pequeño inconveniente lo habíamos olvidado. Pero vivimos atados al tiempo presente y este no era ya un escenario excepcional.
Aleteaba en el restaurante una sensación de temor que intentábamos hacer pasar como algo cotidiano. Impulsada por la curiosidad, Magda se levantó para ir al baño. Al pasar cerca del cuerpo hizo una mueca extraña y movió los ojos como si nos enviara algún mensaje secreto. Desde la mesa nos reímos, dentro de lo que cabía convertir un momento de tensión en una ocasión para las jodas.
Pero, al regreso, Magda se quedó un rato parada frente a nosotros. Se dio tiempo para controlar su respiración acelerada y con actitud firme, que rozaba el misterio, expresó con voz casi inaudible: “¿Saben quién es el muerto?”, y sin esperar respuesta ella misma contestó: “el Manchas”.
Nos dominó el estupor; particularmente a mí, porque da la casualidad que a ese chamo –en realidad se llamaba Luis Alfredo– me lo había encontrado en la escalera del bloque dos noches antes y al saludarlo me confió que estaba nervioso. Quería perderse un tiempo porque unos tipos de La Silsa lo buscaban para tirotearlo.
Entonces, es ahora cuando pienso que el destino pone obstáculos para desviarnos hacia otros rumbos, pero desatendemos los alertas.
Yo le tenía cariño al chamo porque, en cierto modo, se aplicaba en los estudios aunque años después los abandonó para dedicarse a llevar dinero a su casa. Y cuando la cosa se le puso difícil se dedicó a atracar. Conformaba una familia pobre y pensaba que esa era la forma de ayudar a su madre y sus tres hermanos. Cuando me expresó su preocupación confieso que no le presté atención, así que le aconsejé que se pirara hacia los lados de La Guaira y que a los tres días subiera para ver si la vaina se había calmado. “Verdad”, me dijo, acordándose que tenía unos primos en los bloques en la urbanización 10 de Marzo “que siempre se portan bien conmigo”.
Ahora, estábamos obligados a indagar qué carajo hacía Manchas ahí sumergido en un charco de sangre, saboteando la culminación de una aventura que había resultado deliciosa y que jamás se repetiría. Años más tarde, Roberto Roena me evocaría esa tarde con una frase: “Potente cual marejada fue su amor… la playa de mi cariño la arrasó”.
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Veinticuatro horas antes ellas se preparaban para el viaje. Sabían de qué iba y esa actitud intrépida —si se quiere desafiante— créanme que a mí en lo más íntimo me inquietaba porque una incógnita sobrevoló toda la noche: la de no fracasar. Queríamos que el plan ideado por Alberto y que repasamos como si fuera el desembarco en Normandía tuviera un final feliz. No era para menos. Estaban en juego los sentimientos de adolescentes que conjugaban el goce en un modo condicional.
Cuando vives en un barrio las primeras experiencias sentimentales deben apuntar al éxito porque el riesgo que corres es que tu nombre ruede entre los rumores y las burlas en las esquinas.
Faltaba un año para terminar bachillerato, pero cada vez que Alberto le robaba el Pontiac a su papá burlábamos nuestras edades, dejábamos atrás las noches de televisión e incursionábamos en un ámbito reservado a los adultos.
De modo que con la fuga de ida y vuelta de ese sábado estrenábamos la temporada de escapes con chamas a Los Caracas. La majestuosidad de la playa era la excusa, aunque la intención era otra: adentrarnos con dos botellas de guarapita del “médico asesino” por el riachuelo de aguas cristalinas que baja desde el cerro y desemboca en el mar.
Magda y Tere estaban por cumplir los 16; Alberto y yo les aventajábamos por un año y varios meses. Era, pues, la típica historia de cuatro jóvenes que buscan espacio para echar al viento sus emociones con el exotismo del mar como fondo y el intercambio de besos y escarceos bajo la mirada cómplice del sol. Un cielo muy azul y luminoso nos acompañó durante el viaje. Escuchábamos música de la radio porque al casete se le enredó la cinta y escogimos la salsa de Radio Mundial. Al llegar a Los Caracas las chicas ya se habían adelantado con la bebida y cantaban entusiasmadas, mientras Alberto y yo nos mirábamos sorprendidos ya que estaba planificado que tal euforia ocurriera cuando nos tomáramos la guarapita los cuatro bañándonos en el pozo. Era un sábado diferente. Entre el follaje de los árboles que rodeaban el río, se colaba el sol que parecía estampado en un rincón del cielo. En resumen, la primera fase del plan estaba en proceso de cumplirse, yo diría que con demasiada prisa.
Eran las 9:47 de la mañana y al llegar a la ciudad vacacional ellas querían meterse en el mar, pero una marejada las asustó, así que caminamos río arriba, comiéndonos las empanadas que compramos en Macuto y, una vez que llegamos a la poza de la piedrita que Alberto afirmaba ejercía “efectos mágicos” nos bebimos lo que quedaba de la primera guarapita de anís con parchita. Yo me alejé con Tere, porque Alberto y Magda ya venían acordados desde que salimos del barrio. Le dimos duro a esa primera botella, yo diría que con demasiada prisa, al punto de que las galletas de soda con mejillones en lata no surtieron efecto para ralentizar la borrachera. Así que cuando destapamos la otra botella la supuesta magia de la poza de la piedrita se transformó en escenario para una tarde loca, pasional, que se vio empañada cuando Magda tuvo un arranque de mala conciencia y le dio por llorar en mitad del río, mirando al cielo y pidiéndole perdón a su papá, un subinspector de la Policía Judicial que un año antes fue asesinado por un malandro.
Tere y yo nos perdimos entre el ramaje a un costado del río y en cuestión de minutos desaparecieron mis vacilaciones. ¿Qué pasó con Alberto? Como era de suyo actuó con serenidad. Escuchó pacientemente lo que Magda tenía que decir y tras una pausa la besó. La tarde de ese sábado no se había perdido.
Pero ahora estábamos en la mesa del restaurante, a un costado de la playa de Naiguatá. Habían corrido varios minutos y la voz del hombre que nos desafió cuando llegamos sonaba cansada. Mientras comíamos el pollo a la brasa, llegó en medio de un desconcierto de sirenas la furgoneta del forense, la chica trajo cuatro cervezas más y al fin se sintió con libertad para reconstruir los hechos.
El ahora cadáver y otro chamo entraron al restaurante gritando “¡esto es un atraco!”, al tiempo que apuntaban con pistolas a los comensales.
“El más bajo —o sea Manchas— se quedó en la parte exterior de la barra, mientras el compinche la saltaba para llevarse el dinero de la caja registradora”. Se trataba, según ella, de un golpe limpio y rápido en el sentido tradicional de que uno apuntaba a los presentes y el otro se apropiaba del dinero. Ningún comensal se movió. Pero, no contaban con que minutos antes el héroe de la noche se había levantado tambaleante de la mesa que ocupaba con la falsa rubia y se dirigió al baño. Quiso el infortunio para Manchas que al salir del sanitario el coronel lo avistara desde lejos y fue desde ese pasillo que le disparó de forma certera a la cabeza. El otro no tuvo oportunidad de preguntar qué pasó y mucho menos averiguar de dónde provino la bala. Simplemente huyó evadiendo los disparos del coronel quien, todavía alterado y con demasiado ron en la cabeza, siguió soltando balas y lo persiguió. Al rato regresó, verificó si Manchas estaba fuera de combate y ordenó a los presentes, en tono entre nervioso y alterado, que siguieran comiendo. Fue ahí cuando llegamos nosotros.
Ahora, informados debidamente por la mesera y haciendo esfuerzos por comer, apareció la furgoneta, el coronel se identificó, se levantó de la mesa y se marchó sin pagar. Los agentes de la Policía Judicial anotaron los nombres de los clientes de las primeras mesas. Dos tipos serios entraron, montaron al Manchas en una camilla y se largaron.
El encargado del restaurante apareció, al fin, no sé de dónde, pero fingió que nada había ocurrido y nos premió con el anuncio de que no cobraría lo que habíamos consumido. Tere aprovechó el periodo de gracia para pedirle a la mesera cuatro cervezas más. El dueño del restaurant caminó hacia la rocola y, en un impulso por borrar el rastro de su miedo, se quedó reflexivo y pulsó una tecla. Surgió la voz alambicada de Roberto Roena para recitarnos “en mi fue tan dolorosa que es mi vida, llorar por aquella triste despedida”.
Omar Pineda es periodista venezolano. Reside en Barcelona, España