Más allá de la fe, por Fernando Mires
Twitter: @FernandoMiresOl
(Alrededor de los libros)
Puede ser que Catedrales no sea la mejor novela de las ya tantas escritas por Claudia Piñeiro. Pero es la más inquietante. En cierto modo, la más dolorosa. Su trama rodea, como en todo thriller, una muerte, un asesinato. Uno que no fue directamente un asesinato, pues falta el elemento constitutivo a cada asesinato: la intención de matar. Y sin embargo, Ana, niña de 17 años, fue víctima de quienes la impulsaron a la muerte y la descuartizaron y quemaron después de muerta. Un asesinato post mortem, si se quiere. Una muerte que no fue el producto de una acción directa, sino de un complejo de interacciones que terminaron matándola y, objetivamente, asesinándola.
Ana fue víctima de una cultura, de tradiciones mal entendidas, de una creencia mal llevada y de una maldad escondida bajo los preceptos de una religión altamente ritualizada, codificada y desespiritualizada, como ha llegado a ser en muchos lugares el cristianismo, en todas sus versiones confesionales ¿Pero no es un thriller? Sí, claro que lo es, pero es un thriller como son la mayoría de los escritos por la ya eximia Claudia Piñeiro. No es, para que se entienda, un thriller clásico a lo Arthur Conan Doyle ni a lo Agatha Christie, cuyos intrincados puzles avivan el suspenso que llevará al descubrimiento final del asesino.
Claudia Piñeiro pertenece a la generación de escritores de «novelas negras» como Jo Nesbø, Camilla Läckberg o Leonardo Padura y tantos otros, todos diferentes entre sí, pero unidos por un vínculo común: el de poner la lógica del thriller al servicio de una intención que va más allá del thriller. Intención que puede ser diversa, dependiendo de cada autor.
Para unos, el objetivo del thriller es la crítica social, para otros es la crítica cultural, pero en casi todos prima la intención de develar las complejidades de una naturaleza humana cuya marca de fábrica, la inteligencia, puede ser puesta al servicio, tanto de los fines más nobles como de los más abyectos. Inteligencia que puede ser creativa, pero también destructiva. Atributo que nos dota con la dudosa virtud de saber engañar, no solo al otro sino a nosotros, como advirtiera el Sócrates de Platón.
La novela «Catedrales» es un claro ejemplo: dos personas devotas se sirven de la religión para sublimar impulsos criminales, convencidos en sí mismos de que lo hacen solo para cumplir con la voluntad de Dios. Nada menos.
Podríamos diferenciar en efecto a tres tipos de asesinos. Los materialistas, los pasionales y los sublimes. Los primeros no matan ni por odio ni amor, solo por lucro. Los segundos matan por odio o por amor. Los terceros matan “en nombre de”. Ese “en nombre de” puede variar: la patria, la nación, el honor, la “sociedad superior” y, por supuesto, Dios. Pobrecito Dios: nadie sabe cuántos crímenes han sido cometidos en tu nombre.
Es una buena novela, Catedrales. Pero no de las que fijan a uno en la trama y es imposible dejar de leer hasta el final, sino de esas otras que, por asociaciones, hacen vincular personajes ficticios con personas de la vida real. ¿Quién no ha conocido a los que viven su religión como un compendio de rituales petrificados, sin conexión con su sentido originario? ¿O a los que recitan de memoria los catecismos, repitiendo padrenuestros y avemarías como si fueran papagayos? A esa especie pertenecía el matrimonio formado por los aparentemente piadosos Carmen y Julián.
Y bien, contra ese cristianismo formalizado se rebelan las dos hermanas de Carmen Sardá, Ana y Lía: la una con la sexualidad juvenil de su cuerpo, la otra con una precoz decisión intelectual: adherir al más radical ateísmo. Piñeiro, a su vez, parece también tomar partido por el ateísmo de Lía, nacido del horror que le inspira su cristianísima hermana. Al darme cuenta de eso dejé por un momento el libro a un lado y decidí pensar por mi cuenta:
¿No es el ateísmo una religiosidad invertida? Los ateos, por lo menos los que he conocido, no se contentan con negar la existencia de Dios. Además, suelen hacer ostentación de la fe en su no existencia. En muchos casos son tan devotos y militantes como los seguidores de una religión. E igual, viven fijados al dogma, pero con un categórico «no». Sucede lo mismo con respecto a los enemigos de determinadas ideologías. ¿No son acaso los anticomunistas la moneda invertida de los comunistas?
El anticomunista vive fijado a los comunistas. Así se explica por qué la historia del siglo XX está plagada de horrendos crímenes masivos cometidos por ambos: comunistas y anticomunistas. Lo mismo sucede muchas veces con la relación que se da entre los fanáticos religiosos y los fanáticos ateos. Y lo mismo sucedía con las hermanas Sardá, Carmen y Lía, independientemente a las muestras de simpatía que parece sentir Claudia Piñeiro por la segunda.
Los dos ateos de la novela, Lía y Mateo, hijo del matrimonio hipercatólico de Carmen y Julián, siguen un ateísmo también formalizado. Sus fundamentos son autores como Dawkins y Freud. Para ellos la religión es signo de una neurosis colectiva, un atentado a la inteligencia y a la razón. Y efectivamente, en muchos casos lo es.
Las religiones, así como los sistemas de ideas, suelen convertirse en prácticas doctrinarias altamente ritualizadas, sin conexión con la vida externa a ellas. Sin relación con la vida, logran imponerse en su seno, principios tanáticos. Sucedió ayer en los conventos religiosos del medioevo, sucede hoy en las mezquitas de los islamistas fanáticos, algunas convertidas en nidos de conspiración para realizar atentados a la vida en nombre de esa figura cruel a la que ellos llaman «su dios». Llegado el momento de elegir entre el rito y la fe, eligen el rito. Mas todavía: para ellos el rito es la fe. Como dijo Joseph Ratzinger: «Hay patologías de la política pero también hay patologías de la religión». La vivida por Carmen era una religión patológica, sin espíritu ni fe.
Estaba por creer, desilusionado, que «Catedrales» encerraba una apología al ateísmo. Afortunadamente, Claudia Piñeiro hizo intervenir a tiempo, y con mucha intensidad, a otro personaje: Alfredo Sardá, padre de las tres hermanas.
Ese personaje, lejos de ser antirreligioso, vive su catolicismo de un modo flexible, sin someterse a cada prescripción. Como él mismo confiesa a su nieto: «El bien y el mal son criterios relativos y la religión no te da permiso para pensar por tu propio criterio, dónde está lo uno y lo otro». En otras palabras, sigue a su religión pero no al precio de perder la fe.
*Lea también: Stefan Zweig: adiós Europa, por Ángel R. Lombardi Boscán
Sí, sostengo que así como hay religiones sin fe, hay fe sin religión. En muchos casos —le sucedió al mismo Jesús— algunos se ven obligados a elegir entre la religión y la fe. Jesús —el ejemplo es en estos días muy oportuno— sin negar los preceptos ritualizados de los fariseos, puso a la fe (o el amor) por sobre la ley. Pero para poner a la fe por sobre la ley —eso es lo que no han advertido muchos teólogos— es necesaria la ley. Jesús, en ese punto, nunca rompió con los fariseos. Nunca se pronunció en contra de la ley, solo fue más allá de la ley. En cierto modo, hijo de madre y padre fariseos, llevó la palabra farisea más allá de los libros, hacia ese lugar donde habita el amor y la fe. Fue ese el mismo camino que siguió Alfredo: sin negar su religión, avanzó más allá de ella, en busca de la verdad de la muerte de su hija. Una verdad que estaba incluso más allá de la fe.
¿Hay acaso diferencias entre la fe y la verdad? Sí, las hay y, en cierto modo, tal vez sin proponérselo, Claudia Piñeiro lo demuestra. La diferencia es la siguiente: la fe es la creencia en la verdad. La verdad es la búsqueda de la verdad. Una verdad que nadie podrá encontrar porque esa verdad es su búsqueda. En la novela, los personajes religiosos tenían su verdad y por lo mismo no la buscaban. Con los personajes ateos sucedía lo mismo: su verdad, la inexistencia de Dios, ya la tenían y tampoco la buscaban.
No sé si esa sería una deducción de Claudia Piñeiro, pero es la mía: para buscar la verdad, llámese Dios o los motivos que llevan a la muerte de una niña, hay que ir más allá de la religión que proclama su verdad, más allá aún de la fe que la da por dada, e iniciar el camino de su casi siempre infructuosa búsqueda. Pero a la vez, la búsqueda solo puede ser posible gracias a la duda en la verdad. La fe es condición de la búsqueda de la verdad y la duda conduce a buscarla.
Quien no duda no busca. Solo la duda lleva a la búsqueda. Y solo la búsqueda lleva, si no a la verdad, a no vivir en la mentira. Seamos religiosos o no.
Fernando Mires es (Prof. Dr.), fundador de la revista POLIS, Escritor, Político, con incursiones en literatura, filosofía y fútbol.
TalCual no se hace responsable por las opiniones emitidas por el autor de este artículo