“Más allá de las nubes, el sol”; por Gustavo J. Villasmil-Prieto
Con ocasión del Natalicio de Vargas y Día del Médico,
a la memoria de mi padre, profesor doctor Humberto E. Villasmil Farías (LUZ, 1955)
Un pediatra de hospital público
Papá, viejo doctor:
La casa paterna se mantiene tal cual tú y mamá la dejaron antes de partir hacia otra aún más grande, la casa del Padre en el Cielo. Nada ha cambiado en ella como no sea por la solemne instalación del silencio en lo que en otro tiempo habría sido un incesante bullicio de voces, de risas y de trastear de vajilla en la preparación de la cena de celebración del natalicio de Vargas en esta, tu casa de médicos.
Sábanas fantasmales cubren los muebles. Sobre el viejo piano, las fotografías de los que ya no están; voces que ya solo resuenan en nuestros corazones. Y con ellas, tus viejos libros, valiosas joyas que atesoraste por más de medio siglo en tu biblioteca. Aquí permanecen todavía, mudos, el alemán Karl Ludwig Aschoff y su monumental tratado de patología junto a los de Jesús Kumate y Gustavo Gordillo Paniagua, tus apreciados maestros de la gran escuela mexicana.
También están donde los dejaste el tratado de Fanconi, el más notable de la pediatría italiana y la semiología de los argentinos Oswaldo Fustinoni y Pedro Cossio, este último -me decías- cardiólogo de Juan Domingo Perón. Y en los estantes de más arriba, como esperándote, la colección empastada de la Revista Clínica Española de Carlos Jiménez Díaz, de quien una vez me contaste llegaba a la visita de sala en el antiguo Hospital Central de Madrid haciendo el saludo fascista con el brazo derecho en alto y dando vivas a España.
Y más allá, entre los últimos, uno de tus primeros: el tratado de “administración científica” de Taylor y Fayol, testimonio de aquella fe compartida por tu generación médica en una atención a los enfermos en los hospitales asimilable a una línea de producción fordiana. Mucho te criticaba yo aquellas ideas, viejo mío, invitándote a leer a Deming y a sus hijos japoneses de la era de la “toyotización”. Necedades, papá. Puras necedades mías. Porque en aquellos hospitales que sabiamente y honestamente dirigiste a punta de “kardex”, de hemogramas hechos a mano y sin más tecnologías de apoyo que las máquinas de escribir Olivetti, se podía comer en el suelo de puro limpios que estaban, impecables siempre, prestos para recibir dignamente, entre sábanas blanquísimas olorosas aún a desinfectante, a todo enfermo que lo necesitase.
Tanta era tu fe en aquello que hacías que jamás dudaste en llevar a mamá a parirnos a todos tus hijos en sus salas, convencido de que nada había mejor en el mundo para los que más amabas que aquel, el pulquérrimo hospital público que dirigías con manos generosas, firmes y limpias.
Viejos libros tuyos, padre, abuelo. Memoria de un tiempo de esfuerzos inmensos, de pasión por aprender, por hacer, por ser. Épica sanitaria y civilista hija de aquel “Espíritu del 23 de enero” que escribieron varones probos como tú puestos en pie cada mañana para ir en pos de los únicos enemigos que jamás conocieron: la malaria, la uncinaria – la inmunda lombriz que era la “cédula de identidad” del venezolano de entonces- la tuberculosis, la gastroenteritis y el “mal parto”.
No hubo sacrificio personal en que no incurrieras para hacer buena la palabra empeñada en solemne juramento en todos los paraninfos a los que te convocaron, cuan más querido para ti el de la vieja casona de La Ciega, el sagrado recinto de los doctores de la Universidad del Zulia.
En este 10 de marzo, como desde que te fuiste, no se celebrará la alegre reunión de siempre alrededor de tu mesa en esta, la otrora casa de los médicos. No circularán los potes de arroz chino que mandabas traer para tus raros condumios maridados con icacos, huevos chimbos y limonzón de postre, como tampoco se descorchará la botella del beaujolais que reservabas con meses de antelación para regar tu ecléctica mesa zuliana en cada celebración del Natalicio de Vargas.
Tampoco escucharemos otra vez de ti tus siempre divertidas anécdotas de estudiante de Medicina allá en la vieja Maracaibo, en compañía de tus inseparables amigos y condiscípulos próceres todos de la Medicina zuliana: Marco Tulio Torres Vera, el gran Gustavo Troconis y el doctor Ramón Tinedo Meléndez, por décadas celoso guardián de aquellas estadísticas vitales cuya publicación un día el gobierno mandó prohibir.
Será este otro 10 de marzo lleno de silencios tristes, de nostalgias sin remedio y de profundo dolor venezolano. He venido hoy hasta esta tu casa para decirte que nunca resonó tanto tu legado y el de tu generación como hoy, viejo doctor. Hoy, cuando de aquella sanidad pública a la que le tributaste la vida tan solo quedan vestigios; ahora, cuando este país en choque frontal con su propia historia reconoce entre lágrimas y dolores el valor de tu inmenso sacrificio: sacrificio de toda una generación de “pendejos” como la tuya entregada a la tarea de levantar, al sacrificio de la tranquilidad y confort propios, dispensarios y hospitales que hicieran buena la promesa de la joven democracia venezolana de una sanidad verdaderamente universal accesible a todos por derecho de ciudadanía.
Hoy, padre, abuelo, enarbolo tu blanca bata de médico de hospital público “de toda la vida” como bandera de honor en un país destrozado a manos de un “pranato” que le fustiga y mata sin piedad y hago de ella un escudo de decencia para defendernos de la afrenta y el insulto cotidianos de quienes –incluso médicos, entre ellos algunos antiguos alumnos tuyos- se convirtieron en sumos sacerdotes del oprobio y del dolor. En la santa soledad de la que fuera tu casa, viejo doctor, desde tu balcón, miro al Cielo pidiendo tu bendición. Intercede por nosotros en este duro tránsito por tiempos tan infaustos, papá. Yo te prometo preservar por siempre tu acervo, el de la idea pura y noble de una sanidad pública para una sociedad decente en la que ningún enfermo fuese dejado a merced de una condición –la enfermedad- que jamás escogió.
Aquí quedan a buen resguardo tus viejas fotos, tus libros y tus amados diplomas, dos de ellos verdaderamente entrañables para ti: uno, este de la Universidad Nacional Autónoma de México, que con la firma del gran fisiólogo mexicano Efrén del Pozo te confería el título de especialista en Pediatría. ”Por mi raza hablará el Espíritu”, reza su vasconceliano motto trenzado entre cucardas republicanas y perfiles de antiguos dioses aztecas. Y este otro, inmenso pergamino amarillento delicadamente enrollado, con el que el rector José Domingo Leonardi, prominente cirujano a quien el pueblo llano de Maracaibo confiriera un día el título de “primer cuchillo del Zulia”, te graduó de médico. Como nos lo pediste, el día de tu partida tus hijos colocamos sobre tu féretro la dorada medalla de cinta amarilla que con decoro y honor luciste por más de 50 años. “Post nubila phoebus”: “Más allá de las nubes, el sol”. Así reza el motto de tu querídísima Alma Mater, la Universidad del Zulia, tu “Ilustre”, como la llamabas. Las miseria humana y política nos agobian, padre, abuelo. La indiferencia, la incordia más profunda ante el enfermo, la maldad institucionalizada, nos azotan. Pero abrazado a tu legado y a tu recuerdo, renuevo ante ti hoy mis votos por reivindicar todo aquello en lo que tú y tu generación médica – la más generosa que jamás este país conoció- creyeron.
“Post nubila phoebus”, viejo doctor bueno. Volverá a brillar el sol para Venezuela.
Así lo juro.
Te quiero, viejo doctor de los niños.
Feliz Día del Médico.