Más grandes que todo esto, por Gustavo J. Villasmil-Prieto
Que su sacrificio jamás sea olvidado.
Ninguno de los dramas del gran teatro isabelino se equipara al que transcurre hoy en la Venezuela cercada por la covid-19. La duda hamletiana parece infantil cuando el “to be or not to be” es reemplazado por el “habrá o no habrá” refiriéndose a un ventilador mecánico o a una cama en cuidados intensivos en algún destartalado hospital público.
Hasta Macbeth resulta menos despiadado comparado con los que ordenan abandonar a su suerte a cientos de compatriotas enfermos que en la frontera no tienen dónde ir.
Como tampoco hay país en Iberoamérica que haya visto morir a más profesionales sanitarios a causa de la covid-19 en proporción al total de decesos reportados que Venezuela. 25 de las 156 víctimas – el 16 por ciento del total que hasta hoy el régimen había admitido hasta la hora de entrega de estas notas– eran colegas nuestros, tres cuartas partes de ellos zulianos.
Son los dramatis personæ de una tragedia que estaba escrita en Venezuela desde mucho antes del arribo de la pandemia: la tragedia de una sanidad pública desmantelada con absoluta premeditación. Durante los últimos cinco años, junto a nuestros colegas de la Encuesta Nacional de Hospitales, hemos venido denunciando documentadamente la cada vez más grave pérdida del apresto técnico mínimo requerido para la atención idónea de nuestros enfermos en los hospitales públicos venezolanos. Mientras el chavismo hacía loas al intrusismo cubano y a esa estafa continuada que fuera la Misión Barrio Adentro – más de 30 millardos de dólares entregados pro bono al régimen de La Habana desde 2004– el “no hay” y el “no sirve” se hizo norma en las salas, quirófanos y emergencias de nuestros hospitales.
Tan solo un factor se mantuvo siempre incólume: la presencia del médico venezolano “de escuela”; ese médico formado en las aulas y laboratorios de nuestras universidades nacionales al que mil veces Hugo Chávez tildara de “mercader de la salud”. Agotados los petrodólares, cuando las grandes endemoepidemias anteriores a la covid-19 comenzaron a cobrar su saldo de vidas venezolanas y los cubanos se marcharon llevándose consigo sus cargamentos de lavadoras chinas y de chancletas, el médico venezolano fue el único que permaneció en su sitio, frecuentemente hasta sin agua y sin luz. Jamás faltó el colega nuestro socorriendo al compatriota enfermo así fuese con el único auxilio de sus manos.
A don Rafael Poleo, periodista venezolano hoy en el exilio cuyas opiniones no siempre suscribimos, se le escuchó decir una vez que la medicina venezolana había sido históricamente más grande que Venezuela misma. No pareciera ser la suya una exageración.
En cada drama venezolano, en cada oportunidad en que la historia diera aquí sus campanadas, nuestra medicina supo estar a la altura de la circunstancia e incluso superarla. No son pocos los testimonios que al respecto se dieron durante la guerra de independencia desde ambos bandos. Porque si grandes fueron aquellos arrojados cirujanos irlandeses del Trinity College de Dublín que marchaban con los ejércitos de la joven república en armas, no menos lo fue José Domingo Díaz, irreductible realista, vacunando caraqueños con el “suero” de Balmis junto a Vicente Salias, el médico mártir de cuya pluma brotara la letra de nuestro himno nacional. Ejemplares fueron los testimonios de vida de José María Vargas, el médico guaireño formado en Edimburgo devenido en rector y presidente de la república, de José Manuel de los Ríos, cirujano de los “azules” en 1868 que terminó dedicando su vida a la salud de la infancia y de Luis Augusto Beauperthuy, viajero de Cumaná a París con su tesis sobre la transmisión insectil de la fiebre amarilla bajo el brazo que perdiera la vida en algún remoto caño del río Esequibo siguiendo el rastro de las fiebres tropicales.
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Testimonio de grandeza que volvemos a encontrar en la cordial rivalidad entre Luis Razetti, positivista y agnóstico, y José Gregorio Hernández, sabio y santo; en Acosta Ortiz, el “mago del bisturí” fundador de la moderna escuela quirúrgica venezolana, en Manuel Dagnino, publicando sus tesis desde su exilio genovés llevando el sol de Maracaibo en el corazón, en Blas Valbuena –también del Zulia– el de la primera anestesia general y en Arístides Rojas, afanado en ponerle nombres a las calles de Caracas que carecían de ellos porque las nominadas fueron siempre sus esquinas. Y cuando el deber lo puso frente a tareas distintas a las del cirujano y del clínico, el médico venezolano supo crecerse y estar a la altura del compromiso.
De la mente organizadora de un colega nuestro, el doctor Gumersindo Torres, surge la idea moderna del control fiscal en Venezuela en pleno gomecismo. A su muerte, ¡hasta Rómulo Betancourt, presidente de la Junta Revolucionaria de Gobierno, acudió a rendir homenaje ante el féretro de aquel médico incorruptible! La embajada de Venezuela ante Su Majestad Británica, con no pocos personajes impresentables entre sus más recientes titulares, tuvo en el profesor Francisco Kerdel Vegas, recordado dermatólogo del Hospital Vargas, a uno de sus más destacados representantes, continuándose así la misma tradición de médicos diplomáticos del doctor Diego Carbonell, rector que fuera de nuestra UCV, patobiógrafo del Libertador y cirujano probado en las trincheras francesas durante la Gran Guerra que dignamente nos representara ante los gobiernos de Brasil, Bélgica, Colombia, Bolivia y México.
Hitos todos de la grandeza de la medicina venezolana y de quienes la ejercieron. Arrojo viril demostrado sobre la cubierta del trágico Falke por el gran Santos Aníbal Dominici, el primero en identificar al parásito malárico en la sangre de un enfermo palúdico en Venezuela, de quien se oyó decir que jamás se había llevado al bolsillo la lágrima de un pobre.
Amor por una Venezuela por años malquerida para la que aquella generación de hombres inmensos – Tejera, Machado, Baldó, Oropeza– concibiera en 1936 una idea sanitaria superior a la europea.
Magnanimidad sin parangón encarnada en el gran Rumeno Isaac Díaz y en Arnoldo Gabaldón saliendo a enfrentar a la fiebre amarilla y a la malaria no desde cómodas oficinas sino tierra adentro, en la Venezuela profunda; la de Martín Vegas, ocupado en ver de los bíblicamente despreciados leprosos y la de Lya Imber, la muchacha de Odessa benefactora de los niños venezolanos que destacaba por su cabello rubio y su marcado acento ruso-ucraniano entre los graduandos de la célebre promoción médica de 1936 de la UCV.
¡Poderoso acervo moral de la Venezuela médica de todos los tiempos que por nosotros habrá de hablar en esta hora aciaga empinándonos frente a una catástrofe nacional tantas veces advertida! Ante el desafío de covid-19, el médico venezolano sabrá estar, como tantas otras veces, a la altura del compromiso asumido en los paraninfos.
Dos siglos y medio de escuela médica venezolana nos alientan a seguir el ejemplo de aquellos entrañables maestros que un día nos enseñaron –uno a uno-a diagnosticar, a prescribir y a nunca traicionar la fe del venezolano enfermo.
Un lazo oscuro en la solapa de la bata blanca es hoy señal de nuestro luto. Es el modesto homenaje que rendimos a nuestros colegas muertos en cumplimiento del deber allí, en la primera línea de combate contra la covid-19 en Venezuela.
Ni la “mano invisible” de Adam Smith ni los decretos del régimen: nada distinto a ese sentido superior del deber tan propio de la tradición médica venezolana fue lo que les llevó hasta el más grande de todos los sacrificios.
Lealtad manifestada no en cómodos “webinars vespertinos ni en proclamas vía tuiter sino allí, en sus respectivos puestos, en medio de la inmensa precariedad sanitaria venezolana. No callaremos con ovaciones insinceras que ofenden la memoria de nuestros colegas sacrificados; por el contrario, continuaremos denunciando por todos los medios posibles el abandono de médicos y de pacientes en los hospitales públicos por un estado que nada hizo durante el valioso tiempo por el que Venezuela entera pagó desde el arribo de la covid-19.
Señalaremos con nombre y apellido a los responsables del precario equipamiento de nuestros hospitales y exigiremos con todas nuestras fuerzas, dentro y fuera del país, la definitiva provisión de fondos propiedad de la república destinados a paliar en algo la catástrofe humanitaria que se vive en ellos. No puede haber mejor modo de honrar la memoria de entrañables colegas a los que ya nunca más veremos.
Elevarnos a la altura del sacrificio de nuestros colegas debe operar como el más poderoso acicate en nosotros. Ninguna duda cabe de que así será, porque una vez más la Venezuela médica se ratificará como lo que siempre fue: mucho más grande que todo esto.
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