Matar el miedo por Fernando Rodríguez
Es posible que el miedo sea consustancial a la esencia misma de la sociedad humana, que ésta se constituya justo para normar las relaciones entre los depredadores que somos, lobos, para lograr la convivencia. Eso dicen algunos ilustres pensadores. Limitémonos a afirmar que en toda colectividad hay una cierta dosis de violencia, en acto y en potencia, y circula en ella una proporcional dosis de miedo.
En estos catorce largos años los venezolanos hemos tenido mucho miedo. De diversos orígenes. El más omnipresente ha sido el de la delincuencia creciente, desmesurada. Nuestros hábitos mínimos, nuestras relaciones con la ciudad, nuestros horarios, la mirada al ciudadano que se nos cruza, la salida de los hijos, el parqueo del automóvil, la noche silenciosa y temible, el turista que no viene, el venezolano que se va, la lectura de los diarios… la vida toda se ha saturado de ese miedo hiperbólico. Las encuestas han matematizado con increíble constancia ese desgarramiento de la personalidad colectiva.
Pero también el Poder se ha encargado de sembrar el temor en la vida política propiamente, no es menos política la delincuencia, y ambas se amalgaman inextricablemente.
Dos grandes fantasmas se suman a los anteriores: el de un acontecimiento fratricida, en una sociedad polarizada y ahíta de odios, y el caer sin retorno en un modelo societario repudiado universalmente por sus fracasos y crímenes, el ahogarnos en el mar de la desventura histórica.
El régimen, en su delirio y su despotismo, ha sembrado sistemáticamente el terror. El empleado público que sólo habla a media voz y acata las órdenes que humillan sus convicciones. El ciudadano sometido a la arbitrariedad del poder único, que sabe de Brito y de Afiuni. Las bandas armadas. Los insultos encadenados sin cese. La manipulación impúdica de las instituciones. El sindicalista conminado a ser esquirol de sí mismo. La degradación de toda moralidad civil. El chantaje exhibicionista y abierto de las armas. La corrupción sin barreras que humilla y arrincona. La exclusión y la maldición de toda disidencia, convertida en traición a la patria. El país que hace agua por todas partes y parece que se nos cae encima como poseído por una endiablada furia. Las presiones que sufrimos, hoy, para arrancar nuestros votos.
Ese miedo que duele pero sobre todo humilla y degrada nuestra condición suele tener un tope y un buen día el cadáver se levanta y echa a andar, la rebeldía brama, al fin y al cabo los males históricos no duran cien años. Pues bien, nosotros pensamos que ese momento ha llegado. Allí están los síntomas.
Sobre todo esos millones de ciudadanos que han salido a la calle detrás de un líder honesto, sensato y valiente y que cada día cobran mayor conciencia de su poder. Los titubeos y traspiés de una dirigencia gubernamental tartamuda y enferma. La emergencia de un diáfano plan de futuro contra el cual no pueden las sinrazones de la demagogia, el chovinismo, la incapacidad manifiesta, el verbo enmohecido, cursi y fascistoide del gran jefe y las amenazas del caos.
Y si hemos llegado allí, al miedo a tener miedo, porque así lo impone la voluntad de vivir dignamente y asumir la libertad, no habrá fuerza alguna que nos haga callar y nos impida actuar.
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