Mátenme porque me muero, por Américo Martín
Corre el año 1348. Una peste negra diezma a la bella ciudad de Florencia. Para huir de la pandemia y del aburrimiento acarreado por la correspondiente cuarentena, un grupo de muchachos y muchachas se trasladan al campo mientras pasa el peligro. Jóvenes al fin y amantes de la belleza que prodigan, aquella ciudad del arte, el río que conocieron Dante, Petrarca y Maquiavelo, el Arno, inventan contarse cuentos por turno, diez cada día. Agrupados todos los relatos en una obra escrita, dan lugar a la imperecedera novela El Decamerón, que revolucionó el arte de narrar en la primera mitad del siglo XIV, a eso debe Giovanni Boccaccio su celebridad literaria, a la altura de La Divina Comedia de Dante y los Sonetos de Petrarca.
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Valga este ejemplo para entender que pandemias tan peligrosas como la que azota a Venezuela y al mundo, pueden ser aprovechadas no solo en el desarrollo de técnicas preventivas y sanitarias o la elaboración de curas efectivas, sino para aprovechar el forzado asueto con el fin de enfrentar con éxito la cada vez más compleja situación de Venezuela y la salida de la tragedia en la que estamos hundidos.
La lectura de la obra impresionante de John Bolton añade pormenores que obligan a estudiar con más seriedad y profundidad las decisiones que hayan de tomarse, así como el Cronograma Electoral que anunciará el CNE designado por el TSJ y no, como corresponde constitucionalmente, por la legítima AN.
En lugar de avanzar hacia el pleno esclarecimiento de los detalles del reto electoral planteado, parece que la confusión y el simplismo cobran más fuerza. Puesto que se ha replanteado la tesis de participar, de todas todas, en el proceso electoral, lo menos que deberíamos esperar es el uso de argumentos racionales.
Sin embargo, se aprecia una aparente mayor insistencia en las formulaciones dicotómicas. Rechazar la eventualidad de participar en las elecciones, alegando que en ningún caso serían reconocidas, porque el oficialismo ha demostrado que carece por completo de inclinación al suicidio y, por lo tanto, nunca entregaría el poder porque la votación le resultará adversa, como ocurrirá sin duda.
Esa forma de razonar tendría que dar un paso al frente: declarar un fraude real y no presunto, junto con miríadas de pruebas documentales, testimoniales, que serían expuestas al mundo entero, cuyas prevenciones contra la honradez intelectual de la cúpula del poder son muy altas y seguramente se multiplicarán. Además, es el sistema en su conjunto el propenso o manchado con signos de fraude, lo que hace pensar en que la demostración del delito electoral, en un proceso fuertemente observado, como se ha prometido se corresponde con el interés de la comunidad internacional de velar por la pureza del proceso.
Se supone, igualmente, que la participación electoral se basaría en una presencia masiva de activistas de la oposición en todas sus fases. Lo menos que esa presencia nos dejaría es la problematización extrema de cualquier intento de fraude.
En cambio, responder con la abstención electoral a un fraude no consumado conduce a entregar todo sin poder demostrar en su plenitud el fraude, dado que, este ilícito consiste en no reconocer el voto opositor, pero si no hay voto opositor que pueda ser burlado, el resultado puede ser percibido como una victoria oficialista sin un fraude integral que sirva para desconocerla.
La diferencia se reduciría a demostrar un fraude evidente o a clamar contra un fraude presunto. Eso es lo más parecido a regalar la AN o a prescindir de las pruebas del delito electoral.
Semejante liberalidad me trae a la memoria una vieja película de Tin Tán y su carnal Marcelo, que es a su vez una parodia del humor insigne del gran novelista, comediógrafo y, por sobre todo, humorista madrileño Enrique Jardiel Poncela, quien hizo reír a carcajadas a varias generaciones de hispanoamericanos hasta el día de hoy. No me permití perder ni una sola de sus obras, que leí por vez primera durante los años de mi bachillerato.
Don Enrique había nacido el 15 de octubre de 1901 y falleció el 18 de febrero de 1952. Otro gran español, Cervantes, y otro gran inglés, Shakespeare, produjeron portentos del buen reír, Sancho Panza y Falstaff. Todos ellos, agregando Jardiel Poncela y Chesterton, demostraron que en el fondo del alma de los mejores escritores se escondía un extraordinario humorista.
Regalar la AN por miedo a que el otro nos robe los votos es como pegarse un tiro en la sien por miedo a que un conductor borracho nos mate tratando de cruzar la calle.
Mátenme porque me muero, la indicada parodia de Jardiel Poncela protagonizada por Tin Tán, es exactamente eso, lo que convierte al film mexicano en una creación extremadamente cómica, inspirada en el gran humor del escritor madrileño.
Por error de un médico recibe Tin Tán un diagnóstico fatal: morirá en pocos días afectado por dolores intensos. El verdadero enfermo, con la muerte ya en la cara, recibe la noticia de que goza de excelente salud. Para prevenir los dolores, Tin Tán contrata a una banda de asesinos para que lo maten suavemente antes de morir.
Que en el intercambio de argumentos sobre participar o no en Venezuela, no resulte que nuestra mortificada democracia muera antes que la maten.