Mayo y las madres, por Milagros Mata Gil
Twitter: Milagros Mata Gil
I.
No es una coincidencia que en mayo se celebre a las madres. Es decir, es el tiempo en que ancestralmente las mujeres comenzaban a cosechar. Los hombres partían a la guerra y ellas quedaban a cargo de la vida. No es poca cosa.
II.
Siempre me ha llamado la atención que cuando una mujer pare (o es cesareada) todos felicitan al padre. Por su fertilidad, su poder de macho, su fuerza. En segundo lugar está la criatura recién nacida, que solo atiende a su necesidad. Luego, los abuelos machos. Y las abuelas. Y sólo al final la parturienta.
Bueno, pues, les cuento (aunque muchos lo saben) cuando el espermatozoide ganador entra al círculo del óvulo es inmediatamente mutilado de su rabo y encerrado. Allí, la computadora genética va extrayendo los datos que van a configurar al futuro ser. En diez días eso ya está decidido. Y entonces es el comienzo de una relación de vida a muerte. El parásito se aferra al Paraíso. Y el Paraíso siente cómo se menoscaba su existencia. Los huesos y los dientes. Y el miedo al aborto. Y las noches sin descanso. Y las entrañas comprimidas y los vómitos. Y el parto. Encajes de sangre y mocos. Oh, sublime maternidad. Ni hablar de esa transición de cuarenta semanas y un día donde ¿cuándo? la Vida y la Muerte bailan la misma danza. Ni de los años y años y años que transcurren antes de que la cría aprenda. Si aprende.
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III.
No fui una buena madre y, seguramente, tampoco una buena hija. De hecho, mi madre y yo llevamos, desde el día en que irrumpí, literalmente, en su vida, una relación antagónica. Ella había acariciado mucho tiempo la ilusión de la maternidad: numerosos intentos, siete abortos y un embarazo inmóvil, pasó por la experiencia de un parto traumático. Entonces, tuvo en sus brazos una criatura melindrosa, enfermiza y más rebelde conforme crecía: pelo liso, sin crespos tan deseados, ojos acuciosos y altaneros, nada de muñequerías, cerrazón y gusto por los libros. Nada que ver con la fantasía de dulzura, rizos y faralaos. Menos mal que tuvo otra hija, más adecuada. Pero entre nosotras la grieta fue profunda más que ancha. Y, con el tiempo, se limitó a un arreglo económico. Después, he podido entender mucho de su mundo. Y aunque no he llegado a amarla, sí a apreciarla.
Con mis hijos naturales tampoco pude arreglar una relación digamos normal. A veces me pregunto qué hubiera pasado si yo hubiera aceptado el papel que me asignó la sociedad. Nada de estudiar. Nada de leer hasta el olvido del arroz en el fogón. Nada de viajar, aventurar, hablar de libertad o de justicia. Nada de escribir. Y toda la cosa. Hubiera constelado una familia quizá feliz en torno a la estrella apagada que yo sería. Y en vez de un corazón palpitante, una piedra. Sin olor ni sabor.
Siempre puedo escudarme en la Literatura. Las experiencias del parto fueron un buen símil para internalizar la Escritura. La Escritura. Vivo por ella… lalalá
IV.
Por razón del trabajo, he leído dos libros de narrativa de autores venezolanos: el año pasado, Madre María Descabellada, una novela bastante saludable (literariamente) de Rubén Ortega Díaz. Y los nueve cuentos de relaciones maternas no muy saludables de Yadira Nava, en 2020. No recuerdo el título, pero creo que lo publicó el sello de Les Quintero. Son versiones no edulcoradas, impropias para leer en la celebración que mayo y el mercado nos han impuesto. Pero versiones de ciertas realidades. El siempre subyacente amor incestuoso. O el vínculo mortal. Busqué ilustraciones adecuadas para este texto y encontré esas wallmartianas que gustan a ciertas hadas. Y otras, menos ortodoxas. Ya saben.
Feliz Día de las Madres, entonces. Nostalgia y risas. Sentimientos y resentimientos. Displicencia y ternura. Ironías de las suaves y una buena sopa cocinada en la hoguera. La madre afanada en la comida. Los hijos, jugando dominó o alguna cosa en el celular. También se vale.
Milagros Mata Gil es novelista y ensayista . Profesora de castellano, literatura y latín en el Instituto Pedagógico de Caracas.
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