Medicina: entre la levedad y el deber, por Gustavo J. Villasmil-Prieto
Ocurrió hace no mucho, en la ceremonia que en mi hospital se celebra cada año para despedir a los médicos adscritos a las distintas residencias de posgrado que culminan sus respectivos programas. Una a una, las cohortes de egresandos en las distintas especialidades se iba poniendo de pie al ser llamadas. Cuando tocó el turno de los obstetras, no se levantó nadie. Aquel año, ¡ni uno solo egresó! Dato verdaderamente inquietante en un país que, como Venezuela, integra junto a Haití, Bolivia y nuestra neoenemiga Guyana, el vergonzoso club de los que más mujeres ven morir dando vida, con una razón de mortalidad de 259 por cada 100 mil nacidos vivos registrados solo en 2020.
Ninguna duda me cabe: la levedad es el signo de estos tiempos. Ahora todo es edulcorado, descafeinado, «fatless» y «sugarfree», conforme a un tiempo que nos promete la definitiva libertad frente al peso, con frecuencia agobiante, que nos impone el cumplimiento del deber. Vida «light» en una eterna adolescencia, abierta a agarrar a manos llenas todo lo que de grato el mundo ofrece, pero sin pagar tributo alguno al dolor, la angustia y al sufrimiento humanos.
Será por eso que ahora abunda tanta gente que prefiera alguna exótica mascota a un hijo, el nomadismo al arraigo y el asilo de ancianos al hogar compartido con padres seniles necesitados de cuidado y de afecto. Nada de deberes ni de costosos compromisos, esa es la consigna hoy: la vida es «aquí y ahora».
Y nada de grandes banderas ni de proclamas tampoco. El pasado nos importa un carajo y el futuro, menos. Solo nos mueve el placer de lo instantáneo, lo «cool» de la vida, lo grato, lo cómodo. En el fundamento moral de la cultura «psy» de estos tiempos, denunciada entre otros por Gilles Lipovetski, reside precisamente la crisis impuesta por esa «insoportable levedad del ser» que trasuda el drama de Tomás – el neurocirujano praguense del relato de Kundera- y de su mujer Teresa, que optaron por resistir en la Checoslovaquia de Dubček al contrario de Sabina, la amante de Tomás, que terminó sus días vendiendo cuadros mediocres en un atelier de California.
El ejercicio de la medicina no escapa a esa misma tensión. Idéntica a esa levedad que exulta una sociedad que aplaude a charros y reguetoneros en concierto mientras campanea güisqui caro o se va de «week-end» a alguna playa roqueña así no tenga para pagar el condominio, es la que permea a lo interno de sectores enteros de la comunidad médica en los que parece no haber espacio para el sufrimiento ni el dolor humanos. De otro modo no se explica uno cómo se plenan las autopistas de Caracas de vallas publicitarias con anuncios en los que se ofrecen con luces LED cirugías, «métodos infalibles» para adelgazar, sonrisas de dentrífico, procedimientos embellecedores de todo tipo y promesas de «wellness» tan lejanas al dolor de la Venezuela real, desbordadas sus escasas estadísticas epidemiológicas por tuberculosos, palúdicos, muchachitas encinta y cardiacos y cancerosos abandonados a su suerte.
En principio, se entiende: ¿quién querría ir a hacer carrera por un salario miserable en un hospital público, examinando los esputos de un tosedor crónico, si ante sus ojos se extiende amplísimo el mercado de los buscadores de esbeltez a cualquier precio? ¿Para qué afanarse tanto por los quirófanos y pasillos de algún «periférico» si recetando guarapos «sanos» y menjurjes se ingresa bastante más que corrigiendo glicemias y bajando tensiones a la carrera en alguna olvidada sala de emergencias? ¿Qué caso tiene quemar seis o siete años de vida y juventud trasnochando a la cabecera de un enfermo para hacerse neurólogo o internista o nefrólogo, por ejemplo, si aquí se aprecia socialmente – y se remunera económicamente– mucho más y mejor, a «healers», «ayurvédicos», «antiagings», «holísticos», «ortomoleculares», «integrales»,»renacedores», «decodificadores», «consteladores», a los «rebajagente», a los de la microbiota, a los gurúes del magnesio, del ozono, del láser y de los multivitamínicos, a los telemáticos, a los de la «paleo-diet» y a toda un etcétera de «famosos» y sus ofertas de «salud y bienestar» frecuentemente carentes de un mínimo de evidencia científica que las respalde? Hay que decirlo: muchos de esos, como uno, alguna vez también pasaron por una escuela de Medicina.
¿En qué kilómetro de la vida – se pregunta este escribidor– quedó tirado aquello que con solemnidad una vez juramos? ¿En qué perdida cuneta de la existencia, en cuál olvidada esquina? ¿Justifica el afán de confort y sosiego personal el abandono de la misión que en su día aceptamos? De los males y tragedias de la sanidad pública venezolana bastante que sabemos: llevamos media vida estudiándolos. Y de las insuficiencias de su liderazgo tendríamos también mucho que decir.
De allí que uno entienda a quien, exhausto y presa del desencanto, arríe banderas y explore otras modalidades de ejercicio lo mismo aquí que en el extranjero. Pero cosa muy distinta es ovacionar a tanto «doctorado» por el marketing y las redes sociales que sin el menor de los escrúpulos se anuncia como quien vende una gaseosa o un detergente, no importa si a tal fin deba protagonizar coreografías en un quirófano a la manera de un musical de Broadway, contar chistes malos sobre una tarima, colgar «clips» publicitarios que recuerdan a los vendedores de aspiradoras casa por casa de mi niñez o echar mano sin tapujos de códigos de no poca carga sexual.
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La medicina lidia día a día con el sufrimiento humano y el dolor; dolor y sufrimiento que indefectiblemente alcanzan a todo aquel que la ejerce. Ningún médico «pasa liso» de ellos. Hablar de un ejercicio médico indoloro en el que sufrimiento no exista es oximorónico. De allí que, siguiendo al gran Emmanuel Levinas, enfrentado uno al dolor humano no quede sino el deber ineludible de procurar aliviarlo, cada quien como mejor sepa y pueda. Incurren en una contradicción en los términos aquellos que dicen ejercer la medicina, pero rehúyen encararlos. Como conmueve a quien esto escribe el saludo afectuoso que recibe cada mañana al transitar la calzada que conduce al hospital: «! adiós, mi dóctor, Dios me lo bendiga!». «¡Que tenga buen día, doctor, y que el beato José Gregorio me lo cuide y me lo ilumine siempre!». ¿Estoy yo a la altura de tan noble gesto? ¿Lo estamos siempre los médicos venezolanos?
La levedad médica de estos tiempos amenaza con aplastarnos. No se puede ejercer el arte de curar a un enfermo sin participar al mismo tiempo de su dolor. La medicina no puede ponerse al servicio de lo banal. Y sus símbolos tampoco.
Referencias: 1. Organización Mundial de la Salud, Fondo de las Naciones Unidas para la Infancia, Fondo de Población de las United Nations, World Bank. Trends in maternal mortality 2000 to 2017: estimates by WHO, UNICEF, UNFPA, World Bank Group and the United Nations Population Division. Geneva: WHO; 2019. Disponible en: https://www.unfpa.org/featured-publication/trends-maternal-mortality-2000-2017. 2. Lipovetsky, G (1992) Le crépuscule du devoir. Paris, Gallimard, chapitre III.3. Patuzzo S, Ciliberti R. Non-conventional practice versus evidence-based medicine. A scientific and ethical analysis of the Italian regulation. Acta Biomed. 2017 Aug 23;88(2):143-150. doi: 10.23750/ abmv88i2.5863. PMID: 28845827; PMCID: PMC6166153.4. Kundera, M (1995). La insoportable levedad el ser. Buenos Aires, Argentina: Tusquets Editores, 203p. 5. Levinas, E. (ed.2002). Totalidad e infinito: Ensayo sobre la exterioridad. Salamanca: Ediciones Sígueme, p.205 passim.
Gustavo Villasmil-Prieto es Médico-UCV. Exsecretario de Salud de Miranda.
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