El Metro chavista, por Teodoro Petkoff
En Aporrea, uno de sus articulis- tas cita a una anciana señora que habría exclamado: «Si el socialismo es como el Metro yo no lo quiero». El articulista, añade, por su parte, en tono decepcionado: «Yo tampoco lo quiero». Es la queja universal, a la cual no escapa ya nadie en Caracas. El Metro se ha vuelto todo un emblema de la ineficiencia y la corrupción que caracterizan al régimen. Probablemente, quienes mayor frustración expresan son precisamente quienes se identifican, todavía, con Chacumbele.
Porque conocieron un tren subterráneo que fue orgullo de la capital y de sus habitantes y han venido siendo testigos, cada vez más molestos e impotentes, de un proceso de deterioro sistemático, continuo y, sobre todo, inexplicable, del cual los únicos responsables, sin atenuante alguno, son precisamente los administradores puestos al frente del Metro por la «revolución bonita».
Pero, tal como lo reflejan los comentarios de la señora y de su interlocutor que mencionamos para abrir esta nota, la atribución de responsabilidades va subiendo por la escalera de la cólera popular.
Cuando se asocia el estado del Metro con el «socialismo» es porque no sólo se está culpando a los ciegos sino al caballero que les dio el garrote. Que no es otro, en última instancia, que el señor Presidente de la República.
El desastre del Metro es imposible disociarlo de lo que ha ocurrido en Sidor, en las empresas del aluminio, y en particular de la crisis eléctrica, para no mencionar montones de empresas estatizadas que ni siquiera están en producción o están quebradas y viven del fisco nacional. Chacumbele se irrita mucho cuando se afirma que pudre todo lo que toca, pero los hechos son demasiado tercos. Es verdad, pudre o destruye todo lo que cae en sus manos. Quién sabe por cuál razón milagrosa, la Cantv y Movilnet han sobrevivido en esta hecatombe. Pero, Chacumbele tiene todavía dos años por delante para continuar avanzando en su Plan de Destrucción Nacional (PDN), y el morbo del arrase total ya debe haber inficionado los cimientos de ambas empresas.
Lo del Metro posee una arista particularmente grave. Es la referida al comportamiento de los usuarios. Cuando el tren subterráneo era una tacita de plata, quienes lo utilizaban asumían una conducta tan civilizada y ordenada que no podía ser sino la respuesta de la colectividad al saberse beneficiaria de un servicio de altísima calidad.
Amor con amor se pagaba. El Metro, en verdad, era de todos y preocupación de todos.
En la medida que el servicio se ha ido echando a perder y que la gente se siente maltratada y, en el fondo, despreciada por el gobierno, la molestia que significa tomar el Metro se ha traducido en una involución de la conducta. Bajo tierra, el caraqueño se ha vuelto agresivo y brutal. La salida y entrada a los vagones son un pandemónium, en el cual desaparece todo resto de cordura y gentileza. Es un sálvese quien pueda. Los más audaces viajan, peligrosamente, en el espacio que separa los vagones. Esto no tiene nada que ver con socialismo, por más que pinten los vagones de rojo y los atiborren con imágenes del Che Guevara. Esto es pura y simplemente chavismo, lo cual constituye toda una definición.