Mi amigo León Levy, por Pablo M. Peñaranda H.

Twitter: @ppenarandah
El primer amigo contemporáneo con Claudio Cedeño Rodríguez que conocí fue el pintor León Levy. Con él rápidamente entré en confianza.
León era un extraordinario humorista y, para aquel entonces, vivía de hacer unas vallas publicitarias que, en mi ejercicio de burla cariñosa, llamaba el «muralismo de la papa». Una que otra tarde pasaba a saludarlo, para solicitarle algún dibujo o poema, que calara en el periódico que publicábamos un grupo estudiantil.
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Por razones diversas, perdimos el contacto, creo que una de ellas fue la vorágine de la Caracas de entonces, la recuperamos afortunadamente, años más tarde, yo en mi papel de profesor en la UCV y él como diagramador de las publicaciones que realizaba la Secretaria de la Universidad. Una que otra tarde junto con el arquitecto Félix Molina, nos encontrábamos en la Gallería de Arte Universitaria, para conversar y oír la hermosa risa de Lida Worwa, producto de la picaresca de León y el humor ácido de Félix Molina.
En diciembre la venta de sus bellas tarjetas navideñas y sus hermosas serigrafías servían para la solidaridad nacional e internacional. Eran memorables los esfuerzos de él y de su magnífica esposa, Gladys Guevara, para llevar cuadernos y lápices a los niños nicaragüenses o a los niños de cualquier parte de América Latina, afectados por algún fenómeno natural o sus jornadas a favor de la libertad de los presos políticos. En el periodo en el cual comenzó a pintar motivos fabulosos sobre puertas y ventanas de una Caracas que nos abandonaba y que, yo al menos, nunca llegué a informarme de dónde las obtenía; estuve muy cerca de él y pude apreciar al verdadero artista que era de alma y corazón.
El cuento es que, con motivo de la Condecoración “José María Vargas” en segunda Clase que me fue conferida, los amigos insistieron en no pasar desapercibido tal hecho y celebrarlo con emoción sobre todo los más fraternos, que siempre ven más luces en uno, que lo que realmente poseemos.
Así se hizo y como León andaba bajo de ánimo por una dolencia en una rodilla, prácticamente le hice jurar que asistiría a mi casa para compartir el agasajo por la condecoración.
La reunión permitió desplegar el afecto y mientras los amigos daban muestras de alegría y campaneaban sus bebidas espirituosas, León se mantuvo en silencio, observando minuciosamente los cuadros de pintores amigos y las serigrafías de algún famoso, colgados en la sala de mi vivienda. Los amigos interesados en hacer chercha, una que otra vez lo observaban y hacían comentarios sobre el “inspector” de pinturas o el “viejo detective silencioso”.
Para evitar los comentarios y las risas, cariñosamente invité a León a que se sumara al grupo y fue allí, que no sé por qué razón, comenzó a hablar de la muerte de su padre en el Río Chico de su infancia. El deceso había ocurrido en medio de una lluvia de siete días que ya mostraba en el pueblo los inicios de una peligrosa inundación. Paulatinamente el silencio se apoderó del ambiente, Billy Holiday dejó de flotar en el espacio y solo la voz de León se escuchaba en el momento en que informó con marcada emotividad cómo, pese a la terrible lluvia, el féretro fue acompañado por todo el pueblo en demostración del afecto que su padre se había granjeado en aquella región. La primera batalla se presentó al sacar el féretro de la casa. León describió la escena de los niños elevarse en los hombros de sus padres y cubrirse con unas mantas con lo cual daban una imagen de seres sobrenaturales y que, a mí, me recordaron los personajes salidos de la pluma de Marcel Schwob. Los músicos, para soportar aquel chaparrón brutal, cubrían los instrumentos con pedazos de lona que transformaban los instrumentos y la música que producían.
A lo largo del camino para el camposanto encontraron algunas lagunas, que solo pudieron salvarlas colocando el ataúd sobre la superficie del agua y empujarlo lentamente, con mucho respeto, por lo cual, aquello daba la imagen de un entierro vikingo. La segunda batalla fue subir en medio de un inmenso lodazal a la colina del cementerio donde esperaba la fosa, tan difícil tarea se logró porque todos los asistentes se quitaron los zapatos y las alpargatas, y de inmediato se los trenzaron en la cinturas para transformar, más aún, la figura humana.
Conquistada la cima, los asistentes expresaron cierta victoria, pero a los pocos minutos, como por una orden divina, aumentó la fuerza de aquella tormenta, pero ahora, acompañada de rayos que ensordecían y aterrorizaban a los más desprevenidos. La fosa en medio de aquel lodazal, no aparecía, por lo cual, se cortaron unas cañas y tanteando el terreno, los conocedores del cementerio, lograron ubicarla, pero al colocar el féretro, éste se negaba a hundirse en la fosa y los gritos de desesperación comenzaron a ser más frecuentes.
El prefecto del pueblo, amigo entrañable del difunto, abrió campo y descerrajó cuatro tiros certeros sobre el ataúd, este comenzó un lento descenso que iba acompañado de los rezos y oraciones que daban la idea de un enjambre de abejas. Al desaparecer el féretro tragado por las aguas se cortaron nuevas ramas, para dejar marcado el lugar a la espera del cese de la feroz tormenta y terminar el entierro.
León describió el regreso de los asistentes al poblado, como la verdadera marcha fúnebre: aquellas figuras de alteradas formas se movían con paso felino y en silencio.
León finalizó en medio de un conticinio que se mantuvo por casi una hora, diciendo: “por eso yo digo que mi padre murió tres veces, de infarto, abaleado y ahogado”.
La noche había avanzado y comenzaron las despedidas. Jesús Ramos (Chucho) y Nora su inteligente pareja, fueron los últimos amigos en despedirse con la frase: “Nos vemos en la próxima condecoración y no dejes de invitar al viejito silencioso”.
Solo eso quería contarles.
Pablo M. Peñaranda H. Es doctor en Ciencias Sociales, licenciado en psicología y profesor titular de la UCV.
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