Mi Facultad de Humanidades, por Fernando Rodríguez
Fue muy a comienzos de los 60 que entré a la Facultad de Humanidades de la UCV, Escuela de Filosofía. Diría que en su plena primavera; había sido fundada a fines de los 40 por la Junta de Gobierno que presidía Betancourt y sus primeras promociones eran de mediados de los cincuenta. La ciudad universitaria era moza y llena de esplendor, años después la Unesco la consideraría posiblemente la universidad más bella construida en nuestro tiempo, patrimonio de la humanidad. En el ambiente flotaba el aire fresco del 23 de enero, de la democracia recobrada. Los profesores eran bien pagados y debidamente reconocidos y estimados. Manuel Caballero escribió que la opinión nacional estaba regida por las cabezas de los tres poderes públicos, por el director de El Nacional y por el rector de la UCV. Lo cual mucho indica. Sí, sin duda era una fragante primavera.
Además nosotros los humanistas éramos los primeros en estar debidamente formados, con el rigor y el maceramiento necesarios, en nuestras disciplinas. Por ejemplo y sobre todo, los filósofos eran verdaderos padres fundadores. Ya no toderos aficionados, pensadores de “dimanche”, curas muy pesados o ensayistas aventurados y ocasionales. A Kant había que leerlo en alemán y a Platón, más difícil pero ese era el reto, en griego antiguo.
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Quizás en otras especialidades era menor ese rol de precursores, en letras o en historia ya habían hecho lo suyo Picón Salas o Gil Fortul y otros. Y para los que la estudiábamos –y muy probablemente para la mayoría de los que la impartían- la filosofía era el saber primero, el fundamento, la más universal de las disciplinas y aquella con la cual enfrentaríamos las preguntas decisivas, los enigmas últimos de lo humano.
Hemos debido ser bastante soberbios y algo necios. Los profesores aterrándonos con sus bibliografías en diversos idiomas y en ediciones inaccesibles o sus excesivas erudiciones aprendidas en postgrados muy conspicuos y nosotros orgullos de ser aterrados, dignos de tantas exigencias. Además, hoy no he cambiado de opinión, éramos en ese momento una gran escuela, no solo en Venezuela sino en América latina. Una generación excepcional, a cuya cabeza estaba García Bacca y un grupo de docentes de excepción a quienes respetábamos e imitábamos irrestrictamente. Así fue.
En días pasados se me ocurrió caminar por esos pasillos donde pasé lo esencial de mi vida. Fui con un amigo que me quería mostrar algunas huellas de los destrozos de la barbarie, los de la universidad toda y que todos conocemos. Lo que me ahorra su descripción. Solo que comencé a recordar aquella primavera desde ese triste y herido paisaje, más allá incluso del daño criminal. Mi invierno ya llegó. Con un par de excepciones magníficas todos mis profesores y también muchos de mis compañeros han muerto.
La filosofía no salva ni serena, decía mi querido Federico Riu, casi nunca, a mí solo me demostró que la vida humana es un artefacto sumamente absurdo. Y la Facultad llena de páginas y figuras muy brillantes no alcanzó nunca lo que soñamos para ella, ser la mejor ciencia y conciencia del país como decía Mayz Vallenilla entonces, a partir de Max Sheller si no me equivoco. En fin son los límites de todo proyecto humano, me consolé.
Nos vamos, ya es casi noche, es muy pobre el alumbrado y los pasillos están muy solos, como si alguien se hubiese robado su natural, su juvenil alegría.