Mi juramento, por Omar Pineda
Twitter: @omapin
Cuando giré a la derecha de la barra y apuré cabizbajo el último trago, Mejías sin mirarme recitó lo que Julio Jaramillo clamaba desde la rocola. Alzó su mano y me invitó a una ronda de cervezas. Se arrimó hacia mí y rogó que le acompañara. ¿A qué, mi pana?, pregunté desenfundando la usual actitud defensiva con la que salimos a la calle. Por qué, vamos a ver, yo a ese tipo lo conocía de vista en el barrio y esa noche sólo nos hermanaba el hecho de que los dos sin confesarlo ahogábamos en licor nuestras penas.
Infaltable Julio Jaramillo se presentaba todo el santo día en la rocola del bar El Cometa bajo la tecla D14, D15 y D16. A mí me atraía «Nuestro juramento» porque con esa canción yo lograba encadenar la voz con inusitada cadencia cuando decía “no puedo verte triste porque me mata…». Pero Mejías seguía con eso de «esta noche tengo ganas de buscarla… de borrar lo que ha pasado y perdonarla», y fue ahí cuando me dije, coño José: aquí hay un caso de despecho más arrecho que el tuyo. Me puse tenso y serio. Pensé: vamos a escucharlo. El hombre hablaba con esa mezcla de tristeza, de irritación y de hastío de quien está desesperado. Entonces me deletreó su pena.
Mejías era un tipo discreto. Entrado quizás en los cuarenta, algo fornido, pero con pronunciado abdomen de cervecero. Parco para comunicarse, esa noche sin embargo me lo confesó casi todo. Su despecho tenía nombre: Francia, la tigresa de ojos azules que vivía en El Valle y que acababa de cambiarlo por otro. Con la cuarta cerveza empezó hablar como Humprey Bogart en El halcón maltés, tú sabes, sin mover los labios, como si tuviera desdén al emplear las palabras.
Su pena no era distinta a la mía; no obstante, él estaba dispuesto a no perderla. Yo, en cambio, me orillaba más hacia el derrotismo. Pensaba en Gladys y olvidarla parecía ser mi único destino. La cháchara duró lo que tardan diecisiete cervezas para dos personas en desorden sobre una mesa de pantry. De vez en cuando el portu nos enviaba maní o unas aceitunas arrugadas para asentar nuestros estómagos ante futuros pedidos.
Las horas pasaron, las chicas se fastidiaban en un rincón sin clientela hasta que José, el portu, consultó dos veces su reloj en el antebrazo izquierdo y nos exigió con fingida voz autoritaria «está bueno, muchachos» y nos pasó la cuenta. Fue durante la octava cerveza cuando Mejías abrió la boca para balbucear «esta noche tengo ganas de buscarla». Y
o sonreí porque advertí que hablaba repitiendo las frases disparadas unos segundos antes desde la rocola. Pero el hombre se puso tenso y me rogó que le acompañara a la casa de la jeva. Yo también anestesiado por el alcohol respondí afirmativamente, pero le dije que esperara porque debía desalojar la vejiga, lo que me sometía a la desagradable aventura de sortear las celadas de un baño maloliente, típico de los bares de la avenida San Martín.
Cuando salí, el hombre había desaparecido, mi cuenta había sido pagada y la mesera morena, de nombre Lucero, me reclamó molesta «mijito… estamos esperando que salgas de ahí… tenemos que cerrar». Otra reparó en mi pantalón y me ordenó que subiera el cierre. Sentí vergüenza por el tiempo que les hice esperar. Pregunté por Mejías y las chicas encogieron los hombros. Ya afuera, con el crujir de la santamaría bajando, observé que el negro Félix encendía la moto y le pregunté si podía darme un empujoncito hasta el barrio. No sé cuánto tiempo pasó.
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Recuerdo solo que intenté de manera infructuosa no hacer ruido al entrar en casa, pero igual mi mamá me esperaba a oscuras en un lado de la cocina, de modo que cuando abrí la nevera para tomar agua fría, no solo me asustó, sino que me asaltó con las preguntas de siempre. Que hasta cuándo iba a seguir con esa vida, que por qué no olvidaba de una vez a esa mujer, hasta que yo le respondí de mala forma. Noté que el «déjeme vieja, que usted no sabe lo que es sufrir de amor», sonó grosero, aunque parecía sacado de una telenovela. Me arrepentí del trato que no se merecía, me volteé y la abracé susurrándole al oído «eso me va a pasar, vieja… ya verá».
No supe más de Mejías. Su drama dejó de interesarme hasta dos noches más tarde cuando salí de la oficina, llegué a casa para ducharme, cené con mamá y salí a lo de siempre: a olvidarla sumergiéndome en el alcohol. Tal y como pasa en las películas, las chicas del Cometa me aguardaban. Preguntaron qué me parecía lo de Mejías. «¿Qué cosa?», respondí con una interrogante que me asustó al terminar de pronunciarla. En la medida en que deletreaba los gestos de esas mujeres pintarrajeadas, embutidas en falditas ridículamente cortas y piernas regordetas, llegué a una sola conclusión: el pana se comió la luz y protagonizó una cómica cuando se marchó y no tuvo paciencia para que yo acabara de orinar.
«Cómo que qué cosa, si ustedes dos se fueron juntos», ripostó Lucero y me dio la espalda porque justo llegaban dos clientes y debía atenderlos. Amparo me observó fijamente e hizo de relevo noticioso «¿Qué… no sabes en verdad lo que le pasó a Mejías?». Una inquietud que retuvo el aliento se dibujó en el rostro de la chica, mientras en el fondo de la sala algún cliente había rescatado del baúl de la rocola a Boby Capó. Mientras Amparo trataba de contármelo con sumo detalle, el puertorriqueño, ignorante de la tragedia que se nos cernía, cantaba «yo sé que fue muy grande la ilusión que en mi tú te forjaste… para luego encontrar desconfianza y frialdad en mi querer».
Sentí que se me nublaba la vista. Amparo me preguntó si me pasaba algo. Le dije que no moviendo la cabeza. Me hice el duro y pretexté que solo era un pequeño mareo que me lo quitaría una cerveza bien fría. Hasta entonces todo giraba en torno a mí en aquel octubre lluvioso y atravesado por un amor moribundo pero esa noche aciaga aparté mis penas para ocuparme de Mejías.
«¡Coño, chama… dejen el suspenso para después y díganme de una vez qué le pasó a Mejías?”, reclamé ya en tono agresivo que les convenció de que había llegado tarde a la película.
-Ay mijito ¿tú no eres su amigo?, se molestó Amparo y disparó una mirada curiosa. Agregó antes que yo respondiera, «pues parece que mató a su mujer y un hombre que pasaba por ahí lo mató a él».
El inspector me observó por un largo rato. Dio vueltas en torno a mí. Yo, típico empleado del ministerio del ambiente que está siendo interrogado y repetía que esa noche acudía al bar para olvidar un amor imposible. Permanecía incómodo desde hacía horas en una silla plegable de metal. El abogado del ministerio, que supuestamente me representó, guardó silencio y observaba todo con indisimulada paciencia.
El comisario tardó unos minutos de más a la espera del informe forense. Un chico delgado tocó la puerta y le entregó la carpeta. Hubo instantes de tensión mientras leía, hasta que finalmente, soltando unas palabras como si hablara para sí mismo, se lamentó. «Coño de la madre, nojoda, lo que no entiendo es por qué aparecen dos huellas distintas en el cuerpo de esa mujer».
El comisario volteó, me observó con un sentimiento mil veces más destructivo que la ira y me ordenó en contra de su voluntad que me marchara.
Mientras caminábamos por el largo pasillo de la división de homicidios, el abogado Andrade preguntó ¿qué crimen tan raro ese, no te parece, José?”
No le contesté y antes de quebrarme, de exhibirme como un ser vulnerable, indeciso y en pleno desconcierto, contesté que yo tampoco lo entendía. Pensé en lo extraño de cómo todo había sucedido en un instante y que solo recordé cuando llegué a casa y abracé a mi mamá.
Omar Pineda es periodista venezolano. Reside en Barcelona, España