Mi tío Ángel, por Pablo M. Peñaranda H.
Twitter: @ppenarandah
La memoria no es un acto voluntario, es algo que
ocurre a pesar de uno mismo, y cuando todo cambia permanentemente,
es inevitable que la mente falle, que los recuerdos se escapen.
Paúl Auster
Monte Piedad era una zona de Caracas que se encontraba al sur del final de la avenida Sucre. Si se avanza más al sur, era La Cañada de la Iglesia. Después del caserío estaba un descampado llamado La Yerbera, donde unos alemanes antes del 1940 habían cultivado uva porque era una zona con acequias y ojos de agua. Una que otra vez, en busca de veradas para construir papagayos, lográbamos atravesar aquel bosquecillo y dábamos con el cuartel militar llamado La Planicie, hoy día es el Museo Militar.
Nosotros para aquella época vivíamos en una casa en esa zona y allí también vivía Antonio Aragón, un comentarista taurino que estimulaba a todos los muchachos con cierto porte a tomar el camino taurino. Entre ellos estaba mi hermano, quien ya había asistido a corridas en el Nuevo Circo y había estado en una corta entrevista en el programa de radio que este amante de la tauromaquia mantenía con gran entusiasmo.
Mi tío Ángel, un hermano de crianza de mi madre quien vivía con nosotros, era cariñoso y tolerante con nuestras travesuras y además tenía una chispa especial, por lo cual siempre estábamos riéndonos con su presencia. Cuando comenzó a trabajar en la telefónica, que luego sería la Cantv, todos los viernes llegaban junto con él los dulces de pastelería, helados o frutas apetecibles. Con él asistimos por primera vez al estadium a ver los partidos de béisbol profesional y a corear el nombre del Magallanes, equipo del cual conocía el average de cada jugador. Pocas veces recuerdo su negativa para acompañarnos en alguna aventura y si lo hacía era con la frase la que manda, dice que no para referirse a mi madre, a quien le tenía un respeto especial.
Mi tío había contribuido a construir con mi hermano una especie de carretilla de madera con unos cachos de toro, conseguidos no se sabe dónde. Con ese artilugio, mi hermano y sus amigos realizaban sus ejercicios de toreo, siempre con los comentarios de mi tío Ángel en el sentido de que mi hermano sería el verdadero diamante, haciendo alusión al Diamante Negro (Luis Sánchez Olivares) un torero venezolano con éxito en España.
Ignoro la razón por la cual Sonny León, un campeón nacional del boxeo quien para aquella época ya tenía una pelea contratada por el campeonato mundial en el Madison Square Garden de Nueva York, compró una vivienda en la zona y, como una seguidilla, compraron vivienda allí «Chicharrita» Medina y otro de apellido Barreto. Los tres, en distintas categorías, eran campeones nacionales. Cuando aquellas luminarias del boxeo salían a trotar como entrenamiento, los días sábados un grupo de muchachos los esperábamos en la esquina de la única panadería de la zona para acompañarlos en sus ejercicios, haciendo los mismos movimientos. Era gracioso oír en ese recorrido los aplausos de los vecinos, de manera que aquello presagiaba para ese barrio un verdadero semillero de toreros y boxeadores.
Con mis amigos habíamos construido, en un callejón entre nuestra casa y la de un vecino, un ring de boxeo siguiendo las recomendaciones de «Chicharrita» Medina, quien un par de veces se presentó en la obra para corregir los errores. Mi tío Ángel se encargó de regalarnos dos pares de guantes y unas botas de boxeo que eran admiradas por todos. Uno de esos sábados, cuando en medio del alborozo pasaron los tres campeones y todos arrancamos a trotar, Sonny se detuvo y me mandó a salir del grupo con una frase tajante: Tú no, carajito. Yo tomé aquello con gran preocupación, pero al llegar a la casa no me atreví a comentar el suceso y más bien ese fin de semana toda la dirección «política» de mi familia se dedicó a un hablar bajito, como si mi hermano y yo fuéramos unos invitados especiales.
Llegó el lunes y todos salimos a nuestras obligaciones escolares, en aquella época la asistencia escolar era en la mañana y en la tarde y como estábamos inscritos en el comedor escolar, siempre llegábamos a eso de las cuatro y media de la tarde a la casa. Al pasar por el callejón observamos horrorizados cómo el ring había sido destrozado y no quedaba casi rastros de él. Mi hermano lanzó una orden y a carrera abierta nos dirigimos al patio de la casa en busca del falso toro y lo encontramos hecho pedazos de carbón y la forma de los cachos daba la impresión de que aquello era el resultado de una batalla vikinga. Al lado de esta escultura del horror pude distinguir, totalmente chamuscados, los guantes de boxeo, y de las botas apenas se distinguían unos pedazos de suelas.
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Con un estado de ánimos que hoy llamaríamos disfórico, en protesta nos negamos a cenar y antes de separarnos para acudir a nuestros cuartos, le propuse a mi hermano fugarnos de la casa. En los días sucesivos, mientras yo organizaba con minuciosidad mi plan de fuga, los integrantes del comando supremo familiar hablaban solo del estudio y de los beneficios de la escolaridad y siempre mi tío Ángel mostraba una mirada de picardía.
Pero no había trascurrido el segundo día de aquella catástrofe, cuando comenzaron a ocurrir unos sucesos en la política nacional que repercutieron en nuestro hogar y se comenzó a hablar de la necesidad de mudarnos y entre los preparativos de la mudanza y las visitas a la nueva casa, nuestra fuga se olvidó por completo y otras preocupaciones comenzaron a llegar a nuestras vidas.
Vinieron otras mudanzas, mi tío Ángel ya no vivía con nosotros, pero seguía igual de amoroso y tolerante al extremo que recién graduado mi hermano, este le pidió el carro prestado para ir a una de las múltiples fiestas con las cuales celebraban, solo que en esta oportunidad el jolgorio se realizaría en La Guaira. Al regresar de la parranda, parece que se quedó dormido y el carro que venía subiendo por las autopista Caracas-La Guaira pasó la defensa y quedó en la vía contraria, convertido en algo parecido a una chatarra.
Al informarle a mi tío, él solo se preocupó de saber si había heridos. Como mi hermano venía solo y milagrosamente no le había pasado nada, mi tío le dijo que no se preocupara, que si no había heridos, lo material podía reponerse y pronunció su frase clásica más se perdió en la guerra.
El cuento es que una vez graduado de psicólogo, en esas demostraciones de afecto que siempre mi tío Ángel solía hacer, me entregó un bellísimo reloj con el comentario: Pablito, tú te salvaste, te correspondía ser boxeador, pero la que manda le ofreció unos ganchos de derecha y un oppercut a Sonny León para que dejara de sonsacarte con la vaina del boxeo y ya ves, estas aquí todo un psicólogo. Como no paraba de reír por semejante chiste, me confesó que al ocurrir el suceso piromántico de mi madre con el falso toro, se le ocurrió opinar que aquello, en lo que se refería a los intereses taurinos de mi hermano, era una exageración. Mi madre convertida en un verdadero miura le había dicho: ¡Usted opina así!, vaya preparando de inmediato su maleta, para que aplauda a los toreros desde otra casa, de allí su sonrisa pícara cuando las comidas familiares se convertían en unas oraciones al estudio y su silencio, frente a nuestras preguntas para explicar aquel suceso sobre el cual, él pensaba, que había cambiado el rumbo de nuestras vidas.
Solo eso quería contarles.
Pablo M. Peñaranda H. Es doctor en Ciencias Sociales, licenciado en psicología y profesor titular de la UCV.
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