Migrar en negro y en blanco, por Esperanza Hermida
Twitter: @espehermida
Desde febrero de 2022, la huida de la población ucraniana en cuestión de semanas, solapó la estampida de 6 millones de venezolanos durante los últimos 5 años. Hace días, la masacre de Melilla es una fotografía del horror ante el desplazamiento forzoso del África subsahariana. Una terrible denuncia ante el planeta, por la violación de derechos humano que padece la gente pobre que emigra.
Varias veces se han pronunciado los organismos internacionales respecto a la situación de Ucrania y hasta hace poco, con relación a la ola migratoria que en varias fases se ha venido produciendo en Venezuela. Es inaceptable la masacre Melilla, ha dicho la ONU. Pero la verdad es que, desde tiempos inmemoriales, la pobreza ha tenido en la migración uno de sus rostros más brutales.
Guardando las distancias con la situación de Melilla, de forma comparativa resulta que en Latinoamérica y especialmente en Venezuela, el drama, en términos de la profunda injusticia humana que padecen estas regiones es tal que, a pesar de sus enormes riquezas, su población es de las más empobrecidas del planeta. En muchos casos, heredera de la miseria producida por la trata de personas a través de la esclavitud y el saqueo de sus diamantes, oro y petróleo.
Las consecuencias de todo este caos afectan a los más débiles. La desesperación de la gente con mayores necesidades y menores posibilidades la empuja, ante la falta absoluta de medios vida, a buscar refugio en lugares que en apariencia ofrecen mejores perspectivas. Para algunos grupos sociales ese destino es América del norte, mientras que para otros es España, y por esta vía, la Unión Europea. Esa angustia por el pan y la paz, atrapa irremediablemente, sobre todo, a las mujeres y hombres más jóvenes, que ven en esas huidas llenas de sinsabores, alguna esperanza para sí y sus familias.
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De allí que lo sucedido recientemente tanto en la selva del Darién, como en el Río Grande, Ucrania y Melilla, golpee bruscamente. En especial si se pretende dar la espalda a la trascendencia que posee la migración, como fenómeno persistente y actual de la humanidad en el siglo XXI. Por ello, vista la violencia con la que actúan las fuerzas de seguridad ante la migración, en videos que dan la vuelta al mundo en redes sociales y noticieros, resulta insoslayable la denuncia de violación de derechos humanos. Así mismo, resaltar que no hay excusa para seguir alimentando la injusticia social y que el presupuesto público utilizado para la represión a civiles desarmados e indefensos, bien podría usarse para atacar las causas que provocan los desplazamientos forzosos por causa del hambre y las guerras.
En ese sentido, es odiosa la existencia de campañas de solidaridad con la migración proveniente de unos pueblos, mientras se estigmatiza a otros por su condición económica, su origen racial, sexo, edad, creencia religiosa e ideología.
Todos estos factores representan y determinan un tratamiento discriminatorio, que muchas veces, demasiadas, desemboca en un desenlace fatal, que agrava el dolor de quienes se ven forzados a irse de sus países y agudiza el sufrimiento de sus familias.
En el caso de Venezuela, país que históricamente fue receptor de migrantes como se ha insistido en múltiples ocasiones, la tragedia de Melilla no es ajena. Lamentablemente, empieza a ser parte del acontecer de una generación que, en las primeras décadas del siglo XXI, le ha correspondido vivir la ruptura de las familias con motivo del desplazamiento forzoso, el desarraigo, la despedida involuntaria, la distancia no deseada de las personas mayores, la estampida de la juventud a otras latitudes y el éxodo de profesionales de todas las áreas en búsqueda de mejores condiciones.
La huida es la misma. La muerte, cuando acontece en medio de este pavoroso escape colectivo, es similar. La vida de un ser humano migrante, proveniente de Venezuela, tiene el mismo valor que la vida de un ser humano de Palestina, Siria, Melilla, Colombia o Ucrania. En algún caso, la diferencia es el color de la piel, de los ojos, el idioma. En términos de dolor, lo demás es igual.
Esperanza Hermida es activista de DDHH, clasista, profesora y sociosanitaria
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