Mil días de ti, por Gustavo J. Villasmil-Prieto
Twitter: @Gvillasmil99
Hace mucho que no te veo. No tengo que contarte lo que ha sido todo esto desde que la epidemia descargó su manaza sobre el mundo; pesado puño cuyo golpe sentimos en pleno pecho los que allí estuvimos, en la primeria línea: guantazo seco que, sacándonos el aliento, nos sentó en cuclillas a la vera de la cama del que se nos había muerto entre las manos. Dicen los de Johns Hopkins que fueron 5823 las muertes a causa de la covid-19 en Venezuela. Los que allí estuvimos nos miramos las caras al escucharlo. Aquí es difícil dar crédito a cualquier cifra, incluso a esa.
Vimos morir a muchos a nuestro lado, entrañables amigos y colegas entre ellos. Te cuento que no sé cuántas veces me asomé a los ojos del miedo cuando alguno de nosotros se acercó para decir: «pana, me siento mal, creo que tengo fiebre». Salvo Perú, ningún otro país por estos lados enterró a más médicos que Venezuela: uno de cada diez víctimas de la covid-19 resultó ser uno de nosotros. Pude haber sido yo mismo, como que me contagié no una sino dos veces. Solo al año del inicio de la pandemia pude recibir mi primera dosis de vacuna. ¿Acaso fue una señal del Cielo? Soy creyente, lo sabes. El Cielo es para mí un factor crítico en todas las cosas. Lo cierto es que jamás sabré por qué yo sí estuve entre los que volvieron y tantos otros no.
Regresé desgastado y roto tan solo para encontrarme con la noticia de que Venezuela, por fin, se había «arreglado». La «nueva normalidad» y el «quédate en casa» dieron paso al «esto es lo que hay» y al «sálvese quien pueda». Siete millones de los nuestros erran por el mundo buscando donde meter la vida, con frecuencia perdiéndola en un remoto páramo de Chile, cuando no ahogados en los miasmas del Darién, a bala tratando de alcanzar la costa de Trinidad o arrastrados por la corriente del río Bravo. Pero ahora abundan los conciertos, los restaurantes de alta gama y hasta los más insólitos candidatos a cualquier cosa.
Como si nada hubiera pasado, se nos llama ahora, en nombre de la sensatez, a «pasar la página», echando al olvido todo lo que hemos visto y vivido: a nuestros muertos, a nuestros desterrados, a nuestros presos, a nuestros enfermos. Se nos conmina a disfrutar de la vida, a «dejar eso así», como si el recuerdo de los casi tres años pasados fuera parte de una memoria para armar que pudiéramos meter en una caja y abandonar en el cuarto de los corotos de casa.
Por doquier se hacen negociados y se transan acuerdos entre los socios más impensables: porque aquí ahora «billete mata galán» y «número mata letra». Casi un cuarto de la economía venezolana es ilícita. En gasolineras, bares, quioscos de calle y hasta en consultorios privados se paga con billetes verdes por cuyo origen nadie pregunta. Hasta el buen hombre que insiste en lavarme el carro pese a que estamos en plenos días de lluvia reconoce agradecido la estampa de George Washington cuando le pago: «gracias, doctor, Ud. sabe: yo soy del «partido de Perdomo»: ¡si no trabajo, no como!».
Son los mismos dramas venezolanos de la prepandemia, todos intactos. Como congeladas en el tiempo quedaron nuestras escuelas destartaladas, nuestras universidades de departamentos llenos de profesores sarcopénicos por el hambre, nuestros míseros hospitales públicos, nuestras ciudades macilentas y tristes en las que la única señal de vida son sus bares y botiquines. Eso sí: ahora abundan los «lounges” de lujo en la Gran Sabana y Los Roques y los centros comerciales están repletos; hay un hotel de cinco estrellas en el Ávila y hasta un mal remedo de «oktoberfest» en Valencia. Pan y circo para un pobre país envilecido que celebra y lisonjea a cualquiera que le pague los tragos así sea al precio del alma.
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Escribo. Escribo todos los días. Escribo como un evangelista apurado que necesita dejar plasmado en papel el testimonio de todo lo que alguna vez fue. No encuentro mejor modo de darle cauce a esta angustia de país que no me deja y que, por el contrario, amenaza con impregnarlo todo, como para que nunca me pueda escapar de ella. Para serte franco, no aspiro a que nadie me lea. Ni siquiera tú. El mundo regresó de una pandemia que a ratos se nos pareció a un Armagedón sin remedio. Doce millones murieron en el mundo a causa de la pandemia y una generación entera quedará marcada para siempre. Pero basta con echar una mirada a las mesas de este mismo café para saber que el costo de tan grande tragedia está siendo rápidamente descontado. «Bussiness as usual»: ahora, aquí a todo el mundo lo que le interesa –dicen– es «ser feliz».
Me han traído lo que me aseguran es un «macchiato» al que el barista decoró con arabescos dibujados con nata sobre la superficie oscura del café. La sala se plena de jóvenes que esperan mesa. Quién sabe si entre ellos estas tú. Enseguida noto que la atenta mesera se va angustiando en la medida en que paso las hojas de mi libreta mientras escribo. Estoy tardando mucho, ya veo. Pido la cuenta, que la ágil muchacha me trae en un instante. En el reverso apunto mis datos, clave de tarjeta incluida: ¡Venezuela debe ser el único país del mundo en el que la gente revela la clave de su tarjeta!
Una mujer sin edad lo gobierna todo desde su puesto de mando en la caja, «punto» y «disc player» incluidos. Mi mesera me trae la factura correspondiente y con inocultable contento, me despide. Ya de salida, la mujer a cargo ha puesto a sonar aquella vieja canción de Claudio Baglioni: «¡vaya manera de «pegarla»!», me digo. «¡Hay que ver lo buenos que son estos italianos haciendo canciones!». Mil días han pasado desde la última vez que te vi aquí, en este mismo café: mil días de muerte, de dolor y de angustia; días de desazón, semanas, meses y años en los que solo la fe me ha sostenido. ¿Ves? Para eso sirve creer. Al menos he regresado, aunque todavía no sé muy bien a qué.
Gustavo Villasmil-Prieto es Médico-UCV. Exsecretario de Salud de Miranda.
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