Morir en Útica, por Gustavo J. Villasmil-Prieto
«Victrix causa deis placuit sed victa Catoni»
(«La causa victoriosa agradó a los dioses, pero la vencida agradó a Catón»)
Lucano, Farsalia (c.65 d.C)
La magnífica obra de Rob Goodman y Jimmy Soni titulada “Rome’s Last Citizen: The Life and Legacy of Cato, Mortal Enemy of Caesar”, de 2012, nos entrega una muy bien lograda biografía de Marco Porcio Catón «El Joven» –llamado así para no confundirlo con su bisabuelo homónimo conocido como Catón «El Viejo»– en su épica resistencia al autoritarismo de Julio César. El relato destaca el último y más dramático capítulo de la vida del célebre varón romano: el del asedio de Útica y la inmolación de quien encarnara el infructuoso esfuerzo de Roma por sobrevivir al asedio cesarista.
Situada a pocos kilómetros de la actual Argel, la lejana Utica se convirtió en refugio de la república romana y su Senado aplastados por las cáligas de César y sus legiones. El «alea jacta est» con el que años antes – dice Suetonio que el 19 de enero del año 65 a.C– César violará el límite que la constitución de Roma marcaba a los generales victoriosos, sería el gladio definitivo que atravesará el corazón de su gran república.
Poco faltaría para que buena parte del patriciado cayera rendido a los pies de Cayo Julio, cuyo poder llegó a ser tal que hasta sobre el tiempo y su medida legisló. Las grandes instituciones de Roma – el Senado y el Consulado– se vaciarían de todo contenido, degradadas a meros juguetes de su poder.
Porque todo se fundió en el poder de Cayo Julio César. Incluso siglos después no le habrían de faltar aspirantes a sucederle: en su día, el emperador alemán se hizo llamar «káiser» y el ruso, «czar», voces equivalentes a las de «césar» en sus respectivas lenguas. Porque el cesarismo es así: poder omnímodo a cuya voluntad todo se rinde; es la espada contra el pergamino, la orden marcial contra el discurso del orador cívico. Roma entera habría de pasar por aquel aro dócilmente. O casi toda. Porque hubo una Roma que nunca se rindió ante César, que no se la «caló»: fue la Roma republicana, la Roma de Catón.
La Roma de la republicana, a cuya cabeza se situaban los restos del senado patricio liderado por Catón, plantó cara a un César convencido de que ante sus legiones todos correrían despavoridos. Solo que Catón y los suyos no. El sostenido asedio fue replegando a Catón y al último reducto de aquella Roma hasta la periferia del vasto imperio, en Útica. Para Catón, Útica era Roma porque Roma estaba donde quiera que se estableciera el Senado. Hasta aquellos confines llegaría César en su persecución.
El asalto final de Utica fue precedido por un sitio dispuesto para atormentar con el hambre a los ciudadanos romanos en resistencia. Hasta que llegó el día que César consideró oportuno. Fue el 6 de abril del año 45 a.C, en la batalla de Tapso, cuando la Roma republicana fue derrotada por las legiones de César. Presuroso en capturar a Catón para mostrarlo como trofeo y escarmiento, no faltaron ofertas cesaristas de clemencia. A todo ello respondería Marco Porcio Catón con mayor furia opositora hasta que, viéndose vencido, se quitó la vida con su propia espada.
En aquella Utica no hubo «operadores», embajadas ni salvoconductos; hubo sí una de las más ejemplares expresiones de integridad personal y política que la historia recuerde. Cuenta Plutarco que incluso el propio César, conmovido por aquel gesto viril de su formidable enemigo, habría de exclamar: «Catón, envidio tu muerte ya que me has negado la gloria de perdonarte la vida».
Con César acaban la república romana y su historia. La gran tradición republicana noratlántica – señala James G.A Pocock– tendrá que esperar cinco siglos hasta su rescate en aquella republica veneciana a la que bellamente llamaron «serenísima» y años después, al derrumbe de esta bajo otro César –Napoleón– a fines del dieciocho, en la federación que pactaron las trece colonias inglesas de la América del Norte. Un César invicto ejercerá el poder en Roma hasta su muerte en el 44 a.C. Fue a mediados de marzo, en los días del «idus». Veintitrés fueron las puñaladas propinadas por sus asaltantes, si bien sólo la última – en el tórax– fue mortal. El autor, como se sabe, fue uno de los suyos; el sitio, el vestíbulo del Senado, nada menos que a los pies de la estatua de Pompeyo.
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Se hace tarde. Los hospitalizados en la sala me han exigido mucho hoy. Estoy cansado y aún falta. Ha empezado a llover a cántaros ¿Por qué extraña razón estarè yo aquí, en un día como hoy y a estas horas, recordando a romanos muertos hace siglos? Quizás por aquello que uno de ellos – Cicerón– dijera: «historia magistra vitae».
La historia, maestra de la vida. Abundan quienes de ella nunca nada aprendieron.
Gustavo Villasmil-Prieto es Médico-UCV. Exsecretario de Salud de Miranda.
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