¿Morirán las ciudades?, por Marco Negrón
Autor: Marco Negrón | @marconegron
Desde luego que cualquiera medianamente informado esbozará cuando menos una sonrisa al leer el título de este artículo, pues probablemente jamás las ciudades gozaron de mejor salud que en estos inicios del siglo XXI, una salud que, con ímpetu sin precedentes, se difunde a lo largo y ancho del territorio alcanzando los lugares más apartados. Esa afirmación vale también para las ciudades latinoamericanas, tan estigmatizadas durante buena parte del siglo pasado pero que hoy, en más de un caso, son citadas como ejemplos a escala mundial. Pero lamentablemente hay excepciones, y aún más lamentablemente, entre esas excepciones están las ciudades venezolanas.
Como se ha señalado otras veces en esta columna, durante buena parte del siglo pasado Caracas, la más emblemática de las ciudades venezolanas, destacaba como una de las urbes más innovadoras de la región: aunque estaba lejos de haber dado respuesta a todos sus problemas el progreso era evidente. Pero precisamente una de las consecuencias de su éxito, muy mal entendida por las clases dirigentes, fue el crecimiento de los estratos pobres de la población: no se trataba de caraqueños empobrecidos sino de habitantes de otras ciudades y regiones, –incluso naciones, que veían en ella la promesa de un futuro mejor. La incapacidad de los gobiernos y de la propia sociedad para responder a ese nuevo reto se ensayaron respuestas que finalmente se demostraron inadecuadas– dio origen al más grave problema no sólo de Caracas sino de todas las ciudades venezolanas: la segregación de un muy alto porcentaje de la población en asentamientos informales que en sí mismos alimentan las desigualdades y se convierten en obstáculo al progreso de las personas y de las familias.
Esta columna ha hecho numerosas referencias a los sistemáticos atropellos a los que el llamado Socialismo del siglo XXI ha sometido a las ciudades venezolanas a lo largo de estos 18 años, agravando todos los problemas que ellas arrastraban. Aunque no existen estadísticas oficiales ocultar o falsear la información ha sido una de las especialidades del régimen– es evidente que la población en asentamientos informales ha crecido significativamente sin que sus carencias en equipamiento e infraestructura hayan sido atendidas más que en algunos casos puntuales, a veces con objetivos meramente propagandísticos.
En la ciudad capital la movilidad se acerca al colapso: según el Instituto Metropolitano de Transporte el promedio de tiempo que los caraqueños pierden cada año en el tráfico equivale a un mes, mientras que el sistema Metro registra un deterioro galopante, con las pocas obras de ampliación paralizadas, al tiempo que el transporte público superficial registra un 80% de unidades paralizadas por carencia de repuestos.
También el Acueducto Metropolitano se encuentra en situación crítica: en 1998 se construyó su último embalse pero en los 20 años siguientes, con un incremento en la población de 370.000 habitantes, no se ha terminado ningún otro pese a las cuantiosas erogaciones de recursos. En materia de desechos sólidos la recolección es de apenas 60% de lo producido, mientras que en los últimos años se ha alcanzado uno de los más indeseables récords: ser la ciudad con el más alto índice de homicidios del mundo.
El anterior es apenas un muestrario de la decadencia de la principal metrópoli venezolana, refrendada en diciembre pasado por la descabellada decisión de la espuria Asamblea Nacional Constituyente de liquidar su gobierno metropolitano sin argumentos y sin asomar alternativas: una auténtica condena a muerte de la ciudad. Desquiciada, pero no sorprendente en tiempos de necrofilia.
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