Movie, por Omar Pineda
Twitter: @omapin
No logró reconstruir los minutos finales. Cuando volvió en sí ya estaba en la calle, aturdido, la gente le miraba con suspicacia y curiosidad. De manera que Taylor, desorientado, sin saber cuál sería el siguiente plan, hizo lo que se aconseja en estos casos: echar a correr. Pero al no poder superar el estupor que le generaba volver al recuerdo del hombre apuñalando a la chica, se dejó llevar por una suerte de letargo, como cuando despertamos de una pesadilla y nos preguntamos si todo eso ha sido real.
Así estaba él, mirándose al espejo de su propia turbación cuando volví a sacudirle los hombros y gritarle «Déjate de vainas, Taylor… no me vengas con eso de que no te acuerdas bien». Se lo tuve que decir así, con rudeza, de forma drástica, para que recuperara los minutos cruciales y relatara qué carajo pasó. Temía que el impacto de un suceso inesperado que atenúa los recuerdos le forzara a narrar eventos que no ocurrieron suplantando así los hechos reales por invenciones, como si por un acto de traición del subconsciente la propia memoria se hiciera selectiva para mantenerlo a salvo.
El tema era que acordamos la noche anterior colarnos en la azotea del cine Urdaneta, desde donde podíamos ver películas porno a través de la rendija en el techo del cuarto de depósito, con la ayuda del empleado que nos permitía llegar ahí gracias a una propina. Teníamos quince años, una edad en la que solo se sabe de sexo lo que se aprendía en las esquinas, aguzando el oído de lo que hablaban los mayores.
Todo empezó porque Aníbal, a quien le decíamos «el animal», debido a la brusca y abusiva manera de imponerse en los juegos, valiéndose de su altura y contextura, tenía un primo encargado de la limpieza del Urdaneta, una labor que ciertamente no sé cuándo la cumplía porque estamos hablando de un «cine continuado» con funciones que se repiten durante doce horas. Era una de las pocas salas de películas para adultos en el centro de la Caracas de entonces que, para jolgorio de su vasto público, proyectaba filmes triple X sin parar, de modo que la misma película podías verla, con la misma entrada, desde las diez de la mañana hasta las once de la noche, todos los días incluyendo sábado y domingo.
Bueno, el primo de Animal, a quien conocíamos como Chino, aunque había nacido en Valera, cobraba dinero para dejarnos subir la escalera lateral del inmueble y aterrizar en la platabanda donde un hueco del techo en el cuartucho del depósito nos brindaba la visión parcial, distorsionada y sin sonido, de una variedad de actos sexuales imposibles de imaginar.
Tenía algo de cómico porque tras esas funciones a hurtadillas volvíamos a casa en autobús, silenciosos y sin hacer comentarios, distinto a cuando íbamos al otro cine, y analizábamos el filme de acción o del lejano oeste. Así, el Chino nos abría los ojos a un nuevo y luminoso mundo y eso se agradecía ahorrando la plata para compensarlo.
Pero ese jueves fue Taylor quien acudió a la cita para ver el desfile de cuerpos femeninos desnudos y ardientes colmando la pantalla y que desde nuestra atalaya se veían desproporcionados, aunque eso poco o nada importaba. Ese día Virgilio se quedó en la Escuela Técnica Industrial jugando al baloncesto y a última hora yo me negué a ir porque al día siguiente había examen de química y la temible profesora Galindo amenazó a los que llevábamos menos de 10 puntos con el peor de los castigos: no dejarnos entrar al examen final si no sacábamos más de 12.
Por eso me atrincheré en casa y por eso Taylor disfrutó en solitario de Lujuria Tropical, protagonizada por la sex simbol argentina Isabel Sarli. El amigo nos prometió que describiría luego todos los detalles de la película, pero para su infortunio lo que nos contó fue algo peor.
En algún momento el Chino bajó a comprar una caja de Malboro y Taylor tuvo pleno dominio de la techumbre del Urdaneta. Se apagaron las luces de la sala y como todo adolescente Taylor comenzó a salivar. Aclaremos que Taylor es un apodo, porque en realidad se llamaba –o se llama, no he sabido más de él– Alberto García. Lo de «Taylor» fue invención suya para conquistar una chica en una verbena del liceo, una táctica que no le funcionó. Por el sumo placer de joderlo desde entonces lo llamamos Taylor.
Ese día un cielo solitario y gris lo acompañaba en su especial butaca cuando, movido por un instinto, miró hacia los edificios contiguos y observó –bueno, eso lo que afirmó, después de tanta insistencia nuestra– que un sujeto golpeaba a una joven. Ella intentó asomarse al ventanal de la habitación como para solicitar auxilio pero el hombre la arrastró por los cabellos y la jalonó hacia adentro. «Chamo, te juro que vi cuando la apuñaló varias veces… al principio no sabía que cargaba un cuchillo y pensé que le estaba pegando con el puño». La voz de Taylor se quebró cuando lo narró por primera vez y luego se hizo remota como si le hablara a otro. Entonces Animal y yo nos miramos como diciéndonos ¿le creemos?
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Como suele pasar en esos casos, una vez que te conviertes en testigo de un crimen no puedes –quizás el morbo humano– disimularlo y seguir en tus ocupaciones. Guiado por la naturaleza de sus actos, el sujeto se acercó al ventanal para cerrar las cortinas y ¿a quién descubre? «Nojoda, cuando el hombre me miró yo me cagué y no lo pensé: bajé las escaleras en tiempo récord pero al salir a la calle en la otra acera estaba el tipo quien también había salido a toda prisa desde el otro edificio».
Taylor no sabe cómo el sujeto recorrió los tres pisos del edificio más rápido de lo que él empleó para bajar uno solo. Para mayor angustia el Chino no aparecía. Así que Taylor huyó sin mirar atrás y al cabo de unos segundos el hombre desapareció. Dice que no sabe cómo llegó a casa y aunque era justo que recordara lo sucedido de forma desordenada, su narración flotaba en un fondo borroso.
Descartamos la idea de ir a la jefatura, ya que Taylor describió al asesino como alguien con pinta de policía. Cuando Aníbal se lo contó al Chino, su primo, que se había venido a Caracas tras haber estado preso en Valera, decidió no regresar al Urdaneta, ni siquiera para recoger sus cosas. Durante semanas compramos Ultimas Noticias y El Mundo pero no aparecía la reseña del supuesto crimen.
Taylor entró en una espiral de miedo, y para joderlo lo asustábamos sacando a relucir el tema. Si íbamos a jugar beisbol en el terreno debajo del puente de La Araña o a comer helados en Crema Paraíso, bastaba con que alguien dijera «Chamo, ese tipo te está mirando demasiado» y Taylor se asustaba de tal manera que más de una vez se precipitaba en veloz carrera hacia no sé qué lugar.
Un sábado bajamos en grupo a la playa de Catia La Mar y de repente Taylor fue presa de un estado de pánico. El señor que conducía el autobús no le quitaba la vista por el retrovisor. En la primera parada de La Guaira, cerca de los bloques de la urbanización 10 de Marzo, nos bajamos en estampida y hasta dejamos la sombrilla con los tubos y las dos botellas de guarapita. De Taylor, creo que ya lo dije, no volví a saber nada, y esa escena de alguien que, sin desearlo, presencia un crimen llegué a verla luego en el cine con distintas versiones. En Polanski e Hitckcook sobre todo, y hasta Cortázar lo refirió en Las babas del diablo.
El tiempo ha pasado, tanto que Isabel Sarli va a cumplir este mes tres años de fallecida, y a veces pienso que tan real lo que Taylor observó desde el techo del cine Urdaneta. Pienso que quizás por un instante alucinó y cambió la temática: confundió una simple caricia de amor con un asesinato. Solo Taylor sabría aclararlo… si sigue vivo y si me lo encuentro en alguna calle de Barcelona.
Omar Pineda es periodista venezolano. Reside en Barcelona, España