Muerte acordada, por Omar Pineda

Twitter: @omapin
El sol declinaba con fuerza cuando Nuria aterrizó ese viernes, entre presurosa y contrariada, al aeropuerto de Barcelona. Lo pensó tantas veces en el avión, y más tarde rumbo al hospital, que tal ejercicio de molestia y rabia la agotó. Será por eso que ya dentro del ascensor y tras pulsar el botón del piso 2 optó por aparcar la ira que le consumía y trasladar a otro plano el enfado provocado por su papá, justo en los mejores días de sus vacaciones. Dejó también de pensar en Málaga y, desde luego, en Alberto, con quien acababa de pasar una noche irrepetible. Ahora, por salir del hotel así tan repentina, corría el riesgo de volver y no encontrarlo.
La falsa quietud con la que los hospitales pretenden ocultar el escenario de batallas, no pocas veces perdidas, alimentaron su angustia en la medida en que se acercaba al mostrador, donde sin disimulo las enfermeras la veían llegar. Preguntó y una de ellas, que le miró con cierta expresión desoladora, la condujo a la habitación. Ahí yacía Javier, inmóvil, perdido en la nada, el rostro hinchado y pálido, el cuerpo asaeteado por agujas y sondas que le mantenían vivo, y cables que descifraban el ritmo cardiaco y la actividad cerebral. A un lado, como invitados involuntarios a una ceremonia que semejaba más la despedida, permanecían sin hacer ruido, Efraín y Azalea, la pareja de bolivianos que soportó durante cinco años a este hombre sin piernas y un humor de mala leche, que renovaba cada mañana los insultos si no había café, añadido a eso el ruido de los tropiezos de medianoche, hasta dar con la puerta, en calamitoso estado de ebriedad, obligándolos a sacarlo de la silla de ruedas y echarlo como un saco de papas al catre, tal y como había venido, la ropa impregnada de orín, maldiciendo a España y bañado en alcohol.
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En más de una ocasión nos topamos con él en la acera, borracho y esperando que alguien se apiadara, le abriera el portón y lo encaminara a la entrada principal. A sabiendas de su respuesta, yo lo jodía. «Hola, Javier ¿vas a entrar?», y él, con su voz áspera, hostil y visceral, contestaba: «No, estoy aquí… tomando aire».
Cuando Efraín me contó lo ocurrido no recordó si Nuria los saludó, aunque ellos tampoco esperaban alguna demostración de afecto. Menos de agradecimiento. Era la cuarta vez que se veían con la única hija de su inquilino. No olvidan que el primer día Nuria los trató, como hizo su padre, de modo brusco. Les preguntó si estaban ilegal e inclusive si comprendían bien el castellano. Efraín me dijo que ante tales despropósitos, formulados con inocultable carga xenofóbica, le dijo_ «Sí, señora… Nosotros somos indígenas, pero además de aimara y quechua hablamos español y algo de inglés y catalán».
«En fin, ¿qué le ha pasado?», preguntó Nuria, distanciada en tiempo y lugar de la habitación donde su padre era el protagonista. Cuando Azalea estaba por narrar cómo fue que lo hallaron tirado en el piso del baño, y de los apuros que pasaron para llamar a emergencias o del esfuerzo para localizarla, alguien desde el umbral de la puerta contestó, súbitamente y ahorrándose los eufemismos, que el paciente estaba técnicamente muerto.
«Quiero decir –explicó el médico, que se identificó como el doctor Figueres–, su padre sufrió un accidente cerebrovascular y anoche un infarto… Su vida, para serle franco, está sujeta a esos aparatos y no creo que haya posibilidad de recuperación ni a mediano ni a largo plazo».
La certidumbre de que todo estaba dicho y que la vida de su papá se disipaba en ese instante no conmovió para nada a Nuria. Razones tendría para odiar al hombre que nunca le dio afecto, que golpeaba a su mamá cuando ella era una niña y que los abandonó, a ella y a su madre, para fugarse con otra mujer a Berlín, de donde nunca debió volver. Pero regresó, sin piernas, condenado a la silla de ruedas debido a un accidente de carretera.
Quizás era ese el tormento de Nuria y también la ira de Javier contra el mundo. A su mamá se la llevó un cáncer de mama hace 12 años y ella quedó sola a los 24 años. De manera que no mostró ante los demás siquiera un gesto de compasión, llanto o de tristeza. El silencio se hizo más extenso.
Efraín y Azalea se fueron orillando en busca de la salida, y el doctor Figueres la observó, aprovechando la transparencia del vestido de playa. De hecho, tuvo intención de despedirse, ponerse a la orden en su despacho por si requería otra explicación, pero al ver que la pareja de bolivianos había alcanzado la puerta sin ser notados, y que Nuria no se despedía de ellos ni les agradecía la acción de socorro a su padre, entendió que en la joven no había dolor sino algo semejante al revanchismo. Quedaron solos.
El médico se apresuró en describir el estado de gravedad de Javier y le advirtió que, si pasados unos días el hospital no vislumbra atisbo de mejoría o algún signo vital más allá del que procuraba el respirador artificial y demás soportes, ella debía tomar la decisión. Nuria asintió escuchándolo con expresión distraída. Tanto que el médico se marchó y la chica no reaccionó, absorta como estaba mirando a su padre, ahí ante ella, inerte como una piedra.
Afuera, Efraín y Azalea dejaban el hospital en busca de la estación de Metro. Caminaron en ese silencio misterioso que acompaña a los bolivianos. Cada cual pensando en lo suyo, pero igual llegando a la misma conclusión, hasta que Efraín lo dijo, pero en tono de voz inaudible que Azalea hizo esfuerzos para entender: «Esa mujer va acabar hoy con el pobre Javier». Casi simultáneo, con la determinación de quien veía por fin un sueño largamente aplazado, Nuria apagó uno a uno los aparatos que mantenían a Javier atado a este mundo. Con el aire frío y arrogante de las estatuas, Figueres en su cubículo sonreía, y esperó que Nuria encendiera otra vez los aparatos, saliera al pasillo, corriera al puesto de enfermeras y gritara desesperada que algo extraño le había ocurrido a su papá.
Omar Pineda es periodista venezolano. Reside en Barcelona, España