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Muerte súbita, por Fernando Rodríguez



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Muerte súbita
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Fernando Rodríguez | julio 26, 2020

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Francisco sale de su casa. A buscar el metro, para ir hacia su trabajo. Se siente bien porque descubrió hace ya un tiempo que, si se bañaba en la mañana con agua fría, muy fría, si se acostumbraba a soportarlo, se sentía al menos un par de horas como tuviera 18 y no 43.

En la maraña que son nuestras conciencias, en la suya circulaban infinidad  de cosas mientras caminaba pero prevalecían algunas, el odio al gobierno que lo había jodido económicamente y a esa hora siempre volvía por el carro que no había podido reparar, y que a lo mejor no lo haría nunca; lo pesado del informe que tenía que entregar el martes y las piernas de Marina que estaba seguro serían suyas…ahora más seguro cuando le dijo,  de broma y de veras, que la llevara a la playa y en el plan que estaba instrumentando para burlar el feroz cerco policial de su mujer, más jodido que el G2 cubano.  

Fue en eso que se lo llevó el camión a una velocidad inusual. No hubo pues ni proyecto ni playa sino su sepelio al día siguiente en la tarde y el, digo, vuelto nada. No hubo mucha gente. Su hija mayor explicaba el insólito acontecimiento, su dolor inagotable y atribuía algún peso de la culpa al gobierno que había acabado con toda legalidad y sensatez nacional.

*Lea también: Inventemos otra realidad, por Víctor Corcoba Herrero

Su mujer estaba como ausente y recibió con agradecimiento el abrazo de Marina, vestida con una amplia falda negra y no con sus ceñidos pantalones habituales. Su jefe miraba el reloj a cada rato, obsesivamente.  Alguien de la oficina le decía a su hijo menor que esa era la mejor de las muertes y que la deseaba para él, “sin apercibirse siquiera”. Los catorce años de su homónimo no sabían ni qué pensar ni qué decir de lo que oía. Un poco más allá la vida cotidiana y menesterosa de los venezolanos continuaba, arrastrándose. No tocamos la arrechera del difunto si desde algún lugar imaginable cobrara conciencia de ese terrible y gratuito corte de su película vital.

Mucha gente añora tener una muerte súbita. La cual sin duda tiene ventajas, por ejemplo, ahorrarse -en todos los sentidos- una larga, dolorosa y costosa enfermedad. Un infarto masivo, morir dormido –esta es tan deseable que en cierta mitología cristiana es llamada “muerte de los justos”-, un accidente, una bala perdida…Uno no se da ni cuenta y esa la hora mayor de la existencia humana prácticamente desaparece. No dudo que haya quien quiera vivir su muerte, lentamente, para dialogar con su Dios y sus seres amados, también actitud aceptable. 

Piense usted en como quisiera dejar este mundo, lleno de crueldades y bellezas. Un paquete, esa decisión. Porque si uno lo piensa bien, pues la elección contra lo súbito parece que pueda residir más en lo religioso cuando lo hubiese, porque es muy probable que un altísimo porcentaje, ¿quién no tiene al menos malos pensamientos?, andemos en pecado mortal y no nos vaya muy bien en el juicio postrero con esa muerte sin preaviso.

Y nos estamos jugando la eternidad de felicidad absoluta o de horrores no menos ilimitados. De resto para los deudos, los atropellados ya no somos nada, las cosas no son tan simples.

Generalizando mucho ciertamente se le ahorran una cantidad de calamidades y tristezas: – ¿Cómo anda el viejo? –Ahí, arrastrándose con du cáncer de hígado.  Pero lo inesperado tiene también sus torturas. Simone de Beauvoir escribió que agradecía que su madre tuvo una larga enfermedad, que le permitió, sacrificando su estelar vida, acompañarla, pagando así parte de la “deuda impagada” (Freud) que tenemos los hijos con los padres. 

Morirse es una maldición, más exactamente saber que vamos a morir. Y saber vivir es saber morir. Estas modalidades de las que he hablado son un poco ociosas, sin importancia vistas a cierta distancia. Pero en muchos sentidos son muy reales y operativas. 

 

TalCual no se hace responsable por las opiniones emitidas por el autor de este artículo

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