Muñeca, por Omar Pineda

Twitter: @omapin
Habituado, no sin asombro, a soltarle la mano a las mujeres con las que convivió cuando ellas le incomodaban o le echaban en cara algún reclamo, Pablo recibió justo el día de su cumpleaños número 40 un gran paquete que el mensajero de Amazon debió ayudarse con la carretilla para llevarla hasta su casa y hacerle firmar un documento de tres páginas que debía llevar esa misma semana a la oficina de asuntos familiares del ayuntamiento.
Impulsado por la curiosidad de lo que podría contener la caja del tamaño de una nevera, y con aliento contenido y ojos de niño abrió el misterioso paquete. Su sorpresa no pudo ser otra al descubrir a una joven y hermosa mujer, cuerpo de modelo, piel de durazno y ojos negros, confeccionada en silicona y latex, provista de una autonomía de movimientos y habilidad para conversar sobre temas diversos que Pablo enmudeció como cuando besó a su primera novia.
Pasado ese susto inicial la reacción siguiente fue desde luego llevársela a la cama y disfrutar el resto del día con Sonia, que así dijo la muñeca que se llamaba. Llamó a la comisaría e inventó una avería de cañerías de aguas negras en el apartamento para avisar que probablemente no iría a trabajar esa tarde. Al día siguiente todos vieron al inspector llegar tan feliz que lo atribuyeron a que había arribado a sus cuarenta años, aunque los comentarios femeninos apuntaban a que al fin alguna mujer le había cambiado su endemoniado carácter.
Fue un breve periodo de felicidad plena para el inspector y para los funcionarios de la comisaría que ya no se quejaban de sus malos tratos, hasta que una madrugada apareció una hermosa mujer con signos evidentes de haber sido golpeada de manera salvaje. Vengo a poner una denuncia, dijo la señora entre sollozos. Sorprendido, el joven agente detrás del mostrador, balbuceó y le exigió su identificación, pero la mujer, a cambio extrajo un pendrive de la cartera, lo conectó al ordenador del agente y mostró la película del horror por la que había pasado desde que conoció a Pablo.
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Nervioso y atontado, el funcionario llamó a Asuntos Internos e hizo venir una comisión que decomisó el pendrive y le exigió que borrara la denuncia, recriminándole la insensatez de tomar declaración a una muñeca de silicona y latex. Sonia, desde el banco donde aguardaba una respuesta, dijo: he estado escuchando lo que han dicho y ya para mañana saldrá esta denuncia en todos los medios con las pruebas que acabo de mostrar, a lo cual tendré que añadir que en esta comisaría echó por tierra mis testimonios.
Los miembros de la comisión se retiraron a una sala para deliberar. Duraron todo el día y los demás empleados no hacían más que comentar en voz baja. Al siguiente día el inspector Pablo Pedroza entraba a la oficina muy radiante y a los diez minutos salía esposado del recinto que dirigió durante veinte años, con la vergüenza de que sus compañeros y los transeúntes vieran cómo era introducido a una unidad policial que se lo llevó con rumbo desconocido.
En ese mismo momento, tres mujeres, sentadas en la terraza del café, situado al frente de la sede policial donde sus denuncias de maltratos habían sido desestimadas por falta de pruebas, alzaron sus copas y brindaron por el triunfo de la justicia. Gracias, chicas, por haberme entrenado para esto, dijo la bella Sonia, mientras las dos ex esposas de Pablo le apretaban las manos y le respondían: Sonia, somos nosotras las que estamos agradecidas.
Omar Pineda es periodista venezolano. Reside en Barcelona, España