Muros, por Omar Pineda
Twitter: @omapin
La verdad es que debí contarlo justo en esos días negros, los días del odio, cuando el Destructor amanecía cada domingo en cadenas de radio y televisión que les servían para vomitar su resentimiento, burlarse de sus ministros y de la oposición, arengar al pueblo contra EEUU, amedrentar a los empresarios y, en particular, mentir e insultar que daba gusto.
Aunque es innegable que podíamos cambiar de canal o apagar la radio, resultaba imposible evadirlo o ser indiferente porque al siguiente día la prensa y demás medios reproducirían las soflamas del hombre que arruinó a Venezuela: desde que gobernó hasta su último suspiro, y cuando dejó como encargado de la demolición a Nicolás Maduro.
Días de gloria las primeras horas de Chávez cuando exultaba de frenesí. Venía de ganar el referéndum de 2004 y salivaba como perro rabioso al asomar la idea de controlar la prensa y, si fuese necesario, clausurarla. Como a todos, a Fanny le sorprendió tal ocurrencia, debido a su oficio de periodista y su condición de luchadora gremial, pero se lo tragó en silencio puesto que trabajaba al servicio de una revolución que Chávez advertía tenía carácter irreversible y que para consolidarla no dudaría en emplear todas las armas posibles.
Cuando Chávez insistió en esta declaración de guerra, Alberto, arquitecto y ubicado en la acera contraria a la de su esposa, cuestionó en la hora de la cena la idea de acosar a la prensa y miró a Fanny en busca de una respuesta. No halló en ella otra cosa que la justificación, un acto que zanjó la primera disputa en la guerra de los Martínez y, tal como estaba pasando en el país, esta familia de clase media inició el tránsito hacia su enemistad interna, provocando absurdas decisiones que agravaron su convivencia sin que ellos se dieran cuenta.
Así, la amplia casa de dos plantas, erigida con buen gusto para una familia nuclear, dejó de ser el lugar de confluencia entre dos adultos y dos adolescentes. De la concordia familiar pasaron al campo de batalla.
La chispa saltó cuando Alex, el mayor de los hermanos, 22 años y alumno de medicina, se levantó del sofá desde donde veía un partido de fútbol en busca de algo en la nevera. Al volver, su mamá había cambiado de canal para oír al Comandante. El incidente se repitió y la protesta de Alex se acrecentó con serias discusiones que impusieron la necesidad de fijar reglas para la cohabitación, respetando las ideas de cada quien.
Mary, de 19 años y estudiante de ingeniería, se vio obligada a plegarse del lado de la mamá. De ese modo, los almuerzos dominicales acabaron en disputas y con ello el fin de la armonía familiar. Era triste ver a Alberto y Fanny sin hablarse, sentados en la sala, separados por una frontera imaginaria fingiendo que leían o que miraban el televisor, sumidos en un silencio abrumador que apenas se rompía con los ruidos provenientes de los apartamentos vecinos.
«Bueno, hagamos algo: el televisor de la sala lo tendrán ustedes; y nosotras usaremos el del cuarto de Mary», dijo Fanny, molesta, impulsada por un sentimiento cien veces más letal que la ira. Inerme ante el giro que habían adoptado los acontecimientos, Alberto aceptó la propuesta sin consultar con Alex. Cuando el joven se enteró de las nuevas reglas dobló la apuesta y demarcó espacios de la casa.
Una cosa condujo a la otra y cuando notaron el error ya era demasiado tarde. Sus vidas flotaban a la deriva detrás del discurso de alguien que jamás estuvo en la casa donde vivieron felices y donde, tras el abrazo de Año Nuevo, juraban quererse para siempre, pasara lo que pasara. Seguidamente, la vivienda fue dividida en espacios iguales, de modo que la cocina, por ejemplo, servía de área común, pero la mesa del comedor, no. A un lado se sentaban Alberto y Alex; del otro, Fanny y Mary. Los platos, vasos, cuchillos, las toallas, hasta el acto de pasear el perro o sacar la basura pasaron a ser atributos determinados. La sala fue también dividida en dos áreas; el closet del pasillo dejó de tener uso común y hasta se fijaron horarios para la ducha y meter la ropa en la lavadora.
Pasaron año y tres meses y ya la vida en común cambió a un escenario de odio. Lo que otras familias podían solucionar con el divorcio de los padres, estos insistieron en convivir sin hablarse ni tocarse. En el fondo, Alberto y Fanny se amaban y el divorcio era la última baraja que querían jugar.
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Los hermanos no solo dejaron de hablarse sino que llegaron a ignorarse. Para acentuar la hostilidad, Alex y Mary pasaron de la apatía por la política a su contrario: en la inmersión del activismo, cada cual en su bando.
No se celebraron los cumpleaños y acudían por separados a los velorios de familiares. Si alguien enfermaba la discordia se interponía y entre ellos se enteraban de la salud del otro por información extraída de los amigos. Hasta que un viernes en la noche Fanny entró llorando y se fue directo a la habitación. Alberto traspuso la línea roja y la siguió para saber qué le ocurría. Con vergüenza, más que con rabia, Fanny le contó que le había entregado a Maduro un informe sobre unos hechos de corrupción detectados en un área de Pdvsa donde ella ejercía como directora de comunicaciones y la respuesta de Nicolás fue «no es de tu incumbencia», y cuando ella iba a pronunciar el «pero» al que tenía derecho, el continuador del desastre nacional le conminó a entregar la carpeta y le aconsejó que no mencionase el asunto «porque te mando el Sebin a tu casa». Alberto la abrazó y la consoló: no voy a fastidiarte con eso de te lo dije, sino a proponerte que volvamos a ser como antes. Con íntimo bochorno, Fanny asintió y respondió: «Sí, llamemos a los muchachos».
Omar Pineda es periodista venezolano. Reside en Barcelona, España