Música & Política, por Carlos M. Montenegro
A Esther Montenegro
La expresión musical desde el momento en que es concebida, suele mostrar, al menos, un par de propuestas o vertientes. Una, la de analizar, enfocar y llevar a la sociedad hacia un estado de reflexión que le permita sentir y, por qué no, discernir entre lo que está bien y lo que está mal. Otra es ésa que funciona para bien o para mal como propaganda muchas veces sin que sus artífices lo planeen así, resultando en canción, o melodía “himno” de corrientes políticas, ideológicas e incluso religiosas.
La música en sus variadísimas formas ha sido de siempre un apetitoso dulce para los golosos del poder, sin importar a veces su procedencia. Su utilización puede ir desde lo más sencillo a lo más grandioso, vean si no: quien no recuerda el famoso pito que en 1978 Acción Democrática distribuyó durante la campaña electoral que con cuatro simples notas (fa#, re, si, la) identificaba al candidato: “pi-ñe-ru-a”.
Lo diametralmente opuesto a tal simpleza musical, huérfana incluso de autor, es el caso de Giuseppe Verdi con su Nabucco de 1844, ópera que entre la letra de su Va pensiero, se deslizaban: “la dulce brisa de la tierra natal, ¡Oh, patria mía, tan bella y perdida!; ¡Oh, recuerdo tan querido y desdichado!; Reaviva los recuerdos en tu pecho y cuéntanos sobre los tiempos pasados; toca el sonido de un triste lamento, que infunda valor al sufrimiento”. Entre líneas sus paisanos encontraron el doloroso reflejo de la realidad social italiana de su época, que pedía a gritos independencia, unión y libertad, después de que Napoleón cediera lo que llamó “su reino” siendo ocupado por sus vencedores austriacos, tomándolo también como el detonador del Risorgimiento garibaldino. Ese Nabucco transportaba política.
En 1792 durante una fiesta el Alcalde de la Ciudad de Estrasburgo, entre efluvios de champagne, encargó al capitán de ingenieros Claude Rouget de Lisle, compositor amateur, que escribiera una marcha para que las tropas voluntarias desfilaran animados hacia la guerra, Esa misma madrugada, se supone que aún bajo los efectos de las burbujas, la tenía terminada antes de irse a dormir. La tituló “Canto de guerra para el ejército del Rhin”. No imaginó entonces el capitán compositor que pasaría a la historia.
Los voluntarios alistados en Marsella se aprendieron la canción y en 1798 entraron en París entonándola fogosamente. Al pueblo que los aclamó le gustó la melodía y la llamaron “La Marseillaise”. Fue enormemente durante 160 años, hasta que en 1959 Charles De Gaulle presidente de la República Francesa declaró a “La Marsellesa” por decreto Himno Nacional de Francia, algo que ya era de hecho.
Dimitri Shostakovich, a pesar de ser considerado, junto a Prokofiev, el compositor más representativo de la Rusia soviética, cuando compuso la historia de una criminal mujer en búsqueda de libertad sexual en su Lady Macbeth de Mtsensk, considerada por muchos como una de las óperas más importantes de la tradición artística rusa, cuando se estrenó en 1934, cambió su suerte.
Había recibido toda clase de condecoraciones y premios por doquier de Lenin, del Estado soviético, y ungido como el Artista del Pueblo, comenzaron continuas persecuciones y condenas por parte del mismo régimen que lo había laureado, bajo la acusación de realizar una música antipopular y moderna en exceso. La verdad fue que a Stalin no le gustó su velada crítica al sistema y en pleno estreno abandonó el teatro Bolshoi y prohibió su música acusándola de poco proletaria.
Kurt Weill, compositor judío alemán, creía firmemente que la música debía servir a propósitos sociales y políticos. Su obra más conocida, La ópera de tres centavos (The three penny Opera, 1928), con texto del dramaturgo comunista, Bertol Brecht*, muestra una clara preferencia a favor de los planteos anticapitalistas de otro judío, Karl Marx. Cuando los nazis tomaron el poder Weill y Brecht tuvieron que fugarse como tantos otros. Dejando en su época una canción para la historia, “Die Dreigroschenoper” que el jazz convirtió en histórica: Mack the knife
Otro asunto fue el de Adolf Hitler, cuya devoción de forma personal por Richard Wagner es conocida desde mucho antes de llegar al poder. Su fervor, no musical, venia de años antes cuando leyó un ensayo escrito por Wagner en 1851 “Das Judenthum in der Musik (El Judaísmo en la Música). Era un manifiesto antisemita del compositor alemán, en el que ataca a los compositores judíos Giacomo Meyerbeer y Félix Mendelssohn en particular y al resto de los judíos en general. Fue publicado bajo el seudónimo K. Freigedank en la revista Neue Zeitschrift für Musik («Nueva Revista de Música») fundada por Robert Schumann en Leipzig en 1834, y reimpreso con su nombre en 1869. Según Wagner “el ensayo fue escrito para explicar lo espontáneamente repulsivo que tienen la personalidad y la esencia de los judíos, a fin de justificar esta aversión instintiva, dándonos buena cuenta de que es más fuerte y predominante que nuestro afán consciente por librarnos de ella”
A Hitler debió gustarle el alegato, tanto que se convirtió en protector de la obra wagneriana cuando alcanzó al poder en 1933, más de medio siglo después de la muerte del músico. El antisemitismo de lo escrito por Wagner, es lo que el músico dejó como legado ideológico a los incondicionales del lider nazi.
Aunque sus composiciones no pudieron estar cronológicamente influenciadas por el Tercer Reich, por órdenes del mismo führer la obra Wagner se convirtió en paradigma de lo germánico. Aun así existieron notables opositores a tal disposición como Alfred Rosenberg, Hermann Göring, Joseph Goebbels e incluso Julius Streicher y diversas organizaciones nacionalsocialistas.
Mucho se sigue diciendo acerca de la estrecha relación que el músico alemán mantiene en la memoria aún con el neo nacionalismo actual; sin embargo, es preciso insistir que la obra de Wagner nunca hizo referencia a asunto político alguno. El arte de Wagner, evidente en su legado artístico, al margen del manifiesto era arte, sólo arte.
En su Mein Kampft (Mi lucha), la Biblia del nazismo, Adolf Hitler escribió que no había habido nunca un arte judío. También despreció la contribución a las artes de los rusos, a los que calificaba de subhumanos. Pero en la intimidad de sus salones el Führer escuchaba música compuesta por compositores rusos e intérpretes judíos, según reveló en 2007 la revista alemana DerSpiegel.
Mientras, públicamente se prohibía en todos los territorios ocupados difundir la música de músicos judíos como Gustav Mahler, Felix Mendelssohn, Giacom o Meyerbeer, Antón Rubinstein, Arnold Schönberg, Paul Dessau Kurt Weill, Irving Berlin o George Gershwin, nada menos.
Durante la segunda mitad del siglo XX la vertiente política de la música vivió su mejor momento, cuando al finalizar la II Guerra Mundial apareció un nuevo género, etiquetado como “canción protesta”. El mundo había cambiado mucho y no se trataba a los artistas disidentes con represalias tan bárbaras, aunque el poder sigue digiriendo mal las críticas, especialmente en lo regímenes dictatoriales.
La canción protesta tuvo mucho éxito entre la juventud, más fácilmente manipulable, su vehículo fue una nueva generación de artistas que solían interpretar sus propias canciones a partir de los años cincuenta del siglo pasado.
Todo comenzó con la llamada Generación beat, un grupo de escritores estadounidenses de la década de los cincuenta formado por Allen Ginsberg, Jack Keruac y William S. Burroughs entre otros, así como al fenómeno cultural sobre el cual escribieron. Se caracterizaban por su izquierdismo, el uso de drogas, gran libertad sexual y el rechazo en general a los valores estadounidenses tradicionales
Esta nueva forma de ver las cosas dejó su principal influencia y legado en el movimiento hippie, la contracultura de los años sesenta cuando crecieron como hongos multitud de Cantautores, intérpretes de sus propias canciones; eran “metodistas” pues le metían a todo, unos cantaban contra el sistema vigente en su país, como el caso de Bob Dylan y su “The times they are a changing”, Pete Seeger y «Where Have All the Flowers Gone?» o Joan Báez con “Play Me Back Ward”.
Otros viajaron en dirección contraria como el caso de la Cuba de Castro que llegando puso en fuga a talentos como Ernesto Lecuona, Celia Cruz y Bebo Valdés entre muchos, sustituyéndolos con la Nueva Trova Cubana, en que jóvenes cantautores como Silvio Rodríguez, Noel Nicola o Pablo Milanés adulaban al nuevo régimen endulzando con sus letras los “logros” de la revolución.
El rock and roll por naturaleza fue música rebelde, aupada por una juventud anti cualquier cosa, inconforme y muy pocas veces política, si exceptuamos a los cantautores de protesta del siglo XX y raros casos como el de Los Who que en 1972, escribieron la canción “We won’t get fooled again”, (No nos embaucarán de nuevo), relatando la espera de cambios revolucionarios en el ‘68 y la decepción más tarde con los supuestos revolucionarios.
Pete Townshend, su guitarrista, describió la ideología del rock muy bien: “Si grita pidiendo verdad en lugar de auxilio, si se compromete con un coraje que no está seguro de poseer, si se pone de pie para señalar algo que está mal pero no pide sangre para redimirlo, entonces es rock and roll”.
Si no hay apropiación de la música no hay política, pero entonces ¿Cuál es el camino correcto? ¿Todo el arte es político? No necesariamente, grandes artistas han logrado influir exitosamente en su sociedad manteniéndose lejos de las bambalinas y los reflectores políticos y limitándose a lo artístico.
* No se pierdan al mismísimo Bertol Brecht machucando su canción “Die Dreigroschenoper» el original de Mack The knife.
https://www.youtube.com/watch?v=WPWxcTtnuX4