Nada sino un hombre, por Gustavo J. Villasmil-Prieto
A mis colegas doctores
Otto Moreira Romero (Napa, CA, EE.UU),
Eduardo “El Negro” Torrealba (Sta. Cruz de Tenerife, Islas Canarias, España),
Jorge Barreto Lemos (Aveiro, Portugal) y con ellos, a toda la Promoción de Médicos “Doctor Fernando Rubén Coronil”. Escuela Vargas, UCV, 1988.
Solidarios siempre.
“Vives con los pies en el barro y no hay tiempo para pensar cómo llegaste allí o cómo vas a salir «.
Aleksandr Solzhenitsyn, Un día en la vida de Ivan Denisovich
“Un hombre que no lucha no vive, sobrevive”
Oriana Fallaci. Un hombre
Llegó el 21M y con él la temida oquedad de la política de la abstención. No faltaron – en Venezuela nunca faltan- los teóricos del “te lo dije” con sus tesis que a nada conduce. Por Puerto Azul no desembarcaron los marines ni desde El Yaque se avistó a la Royal Navy. Los boinas verdes no saltaron sobre El Silencio ni la Legión francesa tomó Catia. Esa mañana, los venezolanos amanecimos inmersos en nuestra soledad más honda, en nuestra orfandad más absoluta. Lo único claro, como con fina agudeza lo destacara el profesor Pino Iturrieta, es que la abstención que ese día expresó encarna hoy una enorme fuerza carente de conducción política.
La dirigencia opositora se nos presenta ahora como un jano bifronte con sus dos opuestas bocas tratando de glosar algo con sentido para el venezolano abandonado a su suerte. Con más cálculos en mano que los del “Algebra” del profesor Baldor, no faltarán quienes pronto aparezcan dirigiéndose a la opinión pública con un “aquí es, aquí es” como el que a grito destemplado proferíamos de niños al paso de las carrozas de las reinas de los carnavales de provincia, esperando con ello llamar la atención de aquellas beldades pueblerinas. No, no hay conducción política. No hay voz cantante. De allí que me sume sin reservas a la convocatoria que en pro de la construcción de una “gran unidad superior” ha hecho, entre otros, el padre Luis Ugalde.
Construcción que pasa por la necesaria “methanoia” del liderazgo político, empresarial, técnico y ciertamente también médico nacional, por una reconversión moral que deje atrás el narcisismo que tanto daño ha hecho históricamente y aún hace a las legítimas aspiraciones venezolanas. Nada significa para los sufridos enfermos de nuestras salas de hospital lo que se diga desde una rueda de prensa en Madrid. Hastiados hasta la náusea estamos de las fotos en El Elíseo, de los abrazos en La Moncloa (que desde hoy supongo serán menos), de los meetings en Miami y los “shaking hands” en la Oficina Oval. Porque toda política debe estar localmente afincada, como decía el gran Tip O´Neill. Porque el venezolano –y pienso sobre todo en el venezolano enfermo- necesita respuestas aquí y desde aquí. Respuestas que rebasan de lejos las posibilidades de mucho bienintencionado tecnócrata que por allí anda reunido, convencido de que una suerte de “milagro venezolano” automático obrará a la salida del chavismo y de que de lo que se trata es de apostar a que tras un “boom” de crecimiento económico, el “trickle down” se encargue de curar las heridas infligidas al alma nacional tras décadas de desmanes, de exclusión, de insolidaridad, de omisión de la otredad.
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Cierto: para reconstruir nuestra ruinosa sanidad pública se ha de impulsar el crecimiento económico y con él el gasto sanitario; expandir el número de camas hospitalarias, racionalizar una desquiciada política de recursos humanos por muchos años puesta al servicio del rentismo y no del enfermo, universalizar las políticas sanitarias más básicas, rehabilitar sus infraestructuras desportilladas, introducir nuevas tecnologías y pare de contar. Pero mucho más que eso, sin una “methanoia” que apalanque la superación de nuestra vieja condición de “país portátil” la posibilidad real de protagonizar un proyecto común viable será mínima. Los números ya nos lo dicen: la percepción del futuro en Venezuela, incluso tras un cambio político, no es optimista. Casi la mitad de la dolorosa “diáspora” venezolana – incluida la médica- probablemente no regrese jamás. Al estudio de los datos del profesor Tomas Páez me remito.
Pero la “methanoia” a la que me refiero no obrará desde los patéticos “pescueceos” de políticos en ruedas de prensa como tampoco desde los “chaisse longues” que tan cómodos resultan para el tuiteo desde algún dorado exilio; antes bien, supondrá un esfuerzo brutal por entender el chiquero en el que terminamos metidos y de reencuentro con la etnicidad que la sociedad venezolana dejó tirada en el hombrillo bastante antes de la catástrofe chavista sobrevenida en 1998. Porque bueno sea recordar, aunque hoy duela más que nunca, que esas mismas clases medias que hoy se plantan sobre el mosaico de Cruz Diez para despedir con dolor a sus hijos que emigran son las mismas que hace pocos años hicieron lo propio, pero para irse hasta Aruba o Panamá a “raspar cupo” agarrando a manos llenas el “mango bajito” de aquel dólar preferencial que hoy preside la nostalgia de tantos. Como oportuno sea también apuntar que esos sectores populares hoy sometidos al más atroz sufrimiento son los mismos que en casi veinte años de “misiones” han servido de ladrillo social para la progresiva construcción del más siniestro régimen político jamás establecido en Venezuela.
Mi decisión está tomada. A mis queridísimos condiscípulos que dentro y fuera del país expresan tan sincera y conmovedora preocupación por mí y por mis cosas digo: en Venezuela habré de permanecer, a todo evento. Ningún privilegio me asiste aquí. Nadie en embajada alguna me tiene en su directorio telefónico. El único pasaporte que jamás tuve reposa vencido en el fondo de una gaveta de mi escritorio. Sin fueros a los que apelar, me arropo en la última militancia que me queda: la de la bata blanca. Porque perfectamente claro tengo que esa bata blanca – la que vistieron mis venerados maestros, la que mi padre luciera en más de 50 años de ejercicio médico- será lo único que me cubra frente a los desmanes de un régimen ante cuya política, ante cuya “ética” y ante cuya estética hoy reafirmo el más profundo de mis desprecios.
La “gran unidad superior” a la que llama el padre Ugalde solo se construirá convocándonos todos alrededor de una idea de una altura tal que supere de lejos a la de esos contubernios en cuyas mesas se ha sacrificado una y otra vez la esperanza venezolana. A esa construcción me sumo desde la última posición desde la que hoy me es dable argüir: la de ciudadano de a pie, la de un tipo sin “palanca” ni padrinos que no hace concesiones ante un régimen vergonzoso. Sea el modesto testimonio de quien nada es sino un hombre; uno más de los que, como tantos otros venezolanos, se niega a ver reducida la vida– como aquel el trágico personaje de Solzhenitsyn -a un perpetuo ejercicio de mera supervivencia