Nafta/TLC: ¿punto de inflexión?, por Félix Arellano
No es una exageración considerar al Acuerdo de Libre Comercio de América del Norte (Nafta en inglés, TLC en español) un punto de inflexión en los procesos de negociación comercial y de integración económica, son varios los elementos que evidencian el efecto transformación, no todos positivos y se pueden apreciar desde el inicio de las negociaciones, e incluso con los cambios adoptados la semana pasada, en la revisión que han alcanzado bilateralmente Estados Unidos y México, a la espera de la posición del Canadá.
Un primer aspecto de cambio corresponde con la progresiva aceptación por parte de los Estados Unidos de los acuerdos de integración económica, tradicionalmente rechazados y cuestionados. Este cambio, que inicia tímidamente con la suscripción de acuerdos de libre comercio con sus tradicionales socios: Israel firmado en 1996 y luego Canadá en 1998; se profundiza al plantearse la negociación con México, un país en desarrollo, con muy baja aceptación en la sociedad norteamericana y, además, realizar tan compleja negociación junto a Canadá, proceso que inició en 1990, culminó con la firma del Acuerdo en 1992 y entró en vigencia en 1994.
Para esos años se asumía que la integración económica debería ocurrir entre países bastante afines y las diferencias con México eran abismales; en consecuencia, no fueron pocos los enemigos de la negociación; en particular, los movimientos de izquierda, que la consideraban como una negociación imperialista, donde “la ballena (Estados Unidos), se comería la sardina (México)”, entre esos críticos se encontraban el actual Presidente electo en México Andrés Manuel López Obrador (AMLO). Otra dura crítica tenía que ver con las incompatibilidades que se presentaban entre la Constitución Mexicana y algunos temas de la negociación; empero, tiempos liberales y de apertura, conducidos por el Presidente Carlos Salinas de Gortari del PRI, llevaron a las reformas internas necesarias para la aplicación del ambicioso Acuerdo.
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La suscripción de un acuerdo de integración entre economías tan heterogéneas representaba una ruptura a los esquemas tradicionales. Pero más impactante ha sido la innovadora agenda que sirvió de base a las negociaciones del Nafta. Los principales acuerdos de libre comercio que existían para la época se habían concentrado en la liberación de bienes, complementado con algunas regulaciones mínimas adicionales, como: las normas de origen y el mecanismo de solución de diferencias. Para alcanzar una integración más completa, como la armonización de políticas económicas, se requería avanzar en la escalera de la integración desde la zona de libre comercio, a la unión aduanera y luego al mercado común.
La agenda que sirvió de base a la negociación del Nafta, que ha sido definida como “agenda de nueva generación”, representa una innovadora y ambiciosa combinación entre los temas de las zonas de libre comercio y el mercado común, pues ha significado la apertura al comercio de bienes, servicios, inversiones; y la regulación complementaria de la propiedad intelectual y las compras públicas. Para hacer más complejo el proceso, Estados Unidos también logró que en la Ronda Uruguay (1986), relativa a la transformación del viejo GATT, se utilizará esta misma agenda, promoviendo una apertura a escala mundial, apertura que ha profundizado con la artillería de acuerdos bilaterales que ha negociado posteriormente, particularmente en nuestro hemisferio (Chile, Perú, Colombia, Centroamérica). De tal forma que al concluir la Ronda Uruguay y suscribir los Acuerdos de Marrakech (1994), la llamada agenda de nueva generación se convierte en la agenda de la apertura económica mundial.
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Con la evolución del Nafta nos encontramos con otra transformación, el interesante aprovechamiento del Acuerdo por parte de México, parece que “la sardina intenta comerse a la ballena”, de allí el rechazo de Donald Trump y sus seguidores; pero, la situación también desubica al radicalismo latinoamericano, que sataniza el libre comercio, sin comprender sus aportes, entre otros, en el fortalecimiento de la competitividad, la diversificación de la oferta exportable y la generación de bienestar. Esto no significa que el Acuerdo sea una panacea, pues siempre se presentan sectores sensibles, que requieren de atención; lo lamentable, es que con las actuales reformas no se han enfrentado problemas fundamentales, básicamente se ha tratado de complacer los caprichos del Presidente Trump.
Las reformas suscritas entre Estados Unidos y México, no deben resultar fáciles de justificar para el nuevo Presidente mexicano. Por una parte, el menosprecio y poca solidaridad con Canadá, representan una mala señal para el inicio de su gobierno. Luego, que el Acuerdo defina la política laboral y salarial rompe con el rígido pensamiento de la soberanía y la autodeterminación, con el que AMLO quiere justificar el respeto a la violación de los derechos humanos por los gobiernos autoritarios.
Por otra parte, convertir las normas de origen en el sector automotriz en un mecanismo para garantiza la compra de productos norteamericanos y, en el fondo establecer límites a la exportación, como los viejos y negativos acuerdos de restricción al comercio, no se corresponde con el objetivo central del Acuerdo: el libre comercio y tiende a generar una desviación más que una creación de comercio.
Los acuerdos de libre comercio son importantes y convenientes, pero requieren de un mayor trabajo en lo que respecta a la equidad, que no tiene que ver con el falso discurso del “comercio justo” de Trump, que no resuelve los problemas de fondo y, por el contrario, tienden a transformar los acuerdos en mecanismos de dominación