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Napoleón: Qué Bochorno de Cartas, por Carlos Montenegro



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Napoleón
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Carlos M. Montenegro | agosto 12, 2018

[email protected]


Las cartas de los grandes personajes normalmente se solían escribir para relatar sucesos trascendentales o dejar constancia de los logros propios para la posteridad.

Sin embargo, hay cartas que casi todos los seres humanos, incluso  esos grandes personajes,  escriben en sus momentos apasionados, de desesperación  o de buen humor, son cartas que pertenecen a la correspondencia privada, íntima, y que no están destinadas a hacerse públicas pues por lo general podrían producir bochorno al autor. Un ejemplo puede ser el de Napoleón Bonaparte, el aguerrido general, temido y odiado por todo los monarcas de Europa que se referían a él   como el tirano Bonaparte, el Ogro de Ajaccio o el Usurpador Universal.

Como ya sabemos, Napoleone Buonaparte  no nació francés, nació en Ajaccio, Córcega en 1769, pero llegó a ser general, gobernante y emperador de Francia. Como general republicano durante la Revolución y el Directorio, fue artífice del golpe de Estado del 18 de brumario que lo convirtió en primer cónsul de la República en 1799, y cónsul vitalicio desde 1802 hasta su coronación como Emperador de los franceses en 1804. También se proclamó Rey de Italia en 1805, ostentando ambos títulos hasta abril de 1814 y, nuevamente en 1815 tras su retorno durante los “100 días”. Este brevísimo perfil del corso se puede encontrar en cualquier manual de historia.

Poco conocido es, sin embargo, el de su primera esposa, y menos aún la turbulenta relación que ambos sostuvieron a lo largo de sus  casi 14 años de matrimonio.

María Josefina Rosa Tascher de la Pagerie, vizcondesa de Beauharnais, nació en la isla caribeña de Martinica (1762-1814). Rosa, como era nombrada entonces, se había casado en 1780 con el vizconde Alejandro de Beauharnais con quien tuvo dos hijos, un varón, Eugene Rose y una niña que llamaron Hortense Eugénie Cécile. Alejandro, afín al bando jacobino, murió de manera trágica en 1794, fue encarcelado, juzgado por traición y conspiración y finalmente guillotinado. Aquel había sido todo menos un enlace leal y feliz.

Tras enviudar, parece que Rosa de Beauharnais tuvo abundantes amantes, entre ellos Paul Francois Barrás, quien en esos momentos, era la figura más importante del Directorio que gobernaba Francia.

Se dice que Barras la llamaba “la viciosa criolla” y no son pocos los historiadores que la han definido como una mujer “lasciva amante de la fiesta”.

Las crónicas de la época cuentan que Napoleón y Rosa se debieron conocer entre agosto y septiembre de 1795, en casa de madame Teresa Tallien amiga de Rosa y fue el mismo Barras quien presentó su amante a Napoleón,  6 años mayor que él. La viuda recién había salido de prisión tras cumplir una condena por haber luchado, supuestamente, contra la Revolución. Sin dinero y con un horizonte no muy claro, buscaba un hombre que le pudiera asegurar un futuro y una estabilidad económica, así que aquel joven brigadier, aunque escaso de fortuna, parecía ser el mejor candidato debido a su promisoria carrera militar y abundantes contactos con hombres importantes del gobierno.

Antes de fijarse en Rosa, al parecer Napoleón estaba enamorado de una rica española, Teresa Cabarrús, pero la francesa, experta en las artes amatorias y con una larga lista de amantes en su haber, hizo todo para que el soldado se enamorara de ella y lo logró.

Bonaparte había pedido matrimonio a algunas mujeres de fortuna, sin mucho éxito aparentemente. A partir de entonces comenzó a cortejar a Josefina, (nombre que le agradaba más que Rosa, pronunciado por demasiados amantes) con miras a una boda conveniente. Como extranjero que era, tener una esposa francesa le ayudaría a ganarse la confianza de los altos mandos del ejército francés. Así que Napoleón el  9 de Marzo de 1796 se casó con la amante de Barrás, el mismo que se la presentó. A la ceremonia acudieron altos personajes de la política y milicia francesa.

Recién casado, Bonaparte fue destinado a Italia, con la misión de invadirla, lo que le obligó a separarse de su amada durante varios meses de campaña. Es en esa época cuando Napoleón totalmente enamorado comienza un intenso envío de “románticas” cartas a su esposa, que han sido objeto de estudio de biógrafos e historiadores especialistas en la vida del general.

He entrecomillado  “románticas” porque si bien las cartas del corso, algo cursis hasta en esa la época, rezumaban almíbar apasionado, mostraban también su lado obsesivo y paranoico debido a las escasas respuestas de su amada Josefina; en ese periodo Napoleón escribió a su esposa casi una carta por día, unas trecientas, a las que Josefina respondió apenas con una decena de breves misivas.

La razón de tan escuálida correspondencia es fácil de adivinar: jamás estuvo enamorada de Napoleón. A finales del verano de 1796, París se había convertido en la ciudad más divertida y frívola del mundo y mientras su marido conquistaba naciones, Josefina se divertía.

De su relación con Bonaparte, Josefina escribió a un amigo una carta en la cual aseguraba no estar enamorada de él y en cambio sí lo estaba de otros hombres, como el teniente de húsares Hippolyte Charles, nueve años menor que ella.

A la vez que la puerta de su alcoba se abría para recibir cariñosos visitantes, Josefina se dedicaba a despilfarrar la fortuna que su marido comenzaba a ganar con sus célebres batallas. Napoleón, considerado como uno de los mayores genios militares de la historia, hombre duro y firme en  política y fiero en la guerra, sin embargo era frágil, inseguro y celoso en el amor, su correspondencia sirve como invaluable testimonio, de que la relación del emperador francés y su esposa fue una de las más tormentosas de la historia.

La emperatriz siempre llevó una vida disipada, pero supo conservar hábilmente el amor irracional que aquel hombre sentía por ella. En tanto, el marido protestaba en sus cartas quejumbroso:

“Verona, 13 de noviembre de 1796

Ya no te amo: al contrario, te detesto. Eres una fea, una ingrata, una estúpida, una desgreñada. Ya no me escribes; ya no amas a tu marido. ¡Sabes el placer que tus cartas le producen y no le escribes más que seis líneas trazadas al azar!

¿Qué hacéis señora durante todo el día? ¿Qué importantísimo negocio es ese que os impide escribir a vuestro tiernísimo amante? ¿Qué afecto ahoga y os hace desdeñar el tierno y constante amor que le habéis prometido? ¿Quién puede ser ese maravilloso, ese nuevo amante que absorbe todos vuestros instantes, tiraniza vuestros días y os impide acordaros de vuestro marido? Te lo advierto, Josefina: una noche de estas se derrumbarán las puertas y allí estaré yo (…) La verdad es, mi buena amiga, que me tiene inquieto el no recibir tus cartas. Escríbeme pronto cuatro páginas y llénalas de esas amables frases que inundan mi corazón de sentimiento y de placer (…) Muy pronto te estrecharé entre mis brazos y te cubriré de besos ardientes por debajo de tu del Ecuador”.

Y Josefina ni caso; así que cuatro días después Napoleón volvió escribir:

Llego a Milán, corro a tu apartamento, dejo todo para verte, para tenerte entre mis brazos… y no estás allí. Vas de pueblo en pueblo, de fiesta en fiesta; te vas cuando voy a llegar; no te interesas más por tu querido Napoleón. Fue un capricho que te enamoraras de él, y la inconstancia te ha hecho indiferente (…) estaré aquí hasta la víspera del 9. No corras, sigue degustando los placeres; la felicidad se hizo para ti. El mundo se pone dichoso si logra agradarte, y tu esposo, solitario, es muy, muy infeliz.

Comenzando la decadencia del corso, en 1810 por fin llegó el divorcio; el emperador buscó el amor y a su primogénito, Napoleón, II en brazos de María Luisa de Austria. La historiadora Ángeles Caso escribió sobre la imperial pareja: “lo curioso es que su destino parece estar ligado de una manera extraña a ese matrimonio. Cuando se casan, él no era más que un militar sin destino. Es justo en ese momento cuando empiezan sus grandes victorias. Y nada más divorciarse para casarse con María Luisa de Austria, comienzan sus derrotas. Es como si Josefina, a pesar de su frivolidad y deslealtad, hubiera sido una especie de amuleto para él».

No era el único, pero cabrón fue.

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