Narcobomba, por Teodoro Petkoff
Entre el tráfago político, la economía y sus peripecias inflacionarias, las peroratas de Yo-El Supremo y otros asuntos, los venezolanos hemos aceptado como natural que el tema del narcotráfico haya quedado recluido en las llamadas “páginas rojas” de la prensa escrita y en el comentario, rápidamente perecedero, del noticiero de televisión. Sin embargo, resulta que el del narcotráfico se ha transformado en un asunto de Estado de la mayor monta, que debería ocupar el centro de la atención mediática, de la opinión pública y de la acción del gobierno.
El narcotráfico ha penetrado el tejido social venezolano y la propia estructura del Estado mucho más profundamente de lo que se cree. Venezuela, que siempre fue puente para el salto transcaribeño y transatlántico de los alijos de drogas, ahora ha multiplicado varias veces esa condición. Era obvio que, frente a la desaprensión del Estado –no sólo de ahora sino de siempre– la vecindad con Colombia, principal fuente latinoamericana de producción y tráfico de cocaína, y nuestra posición geográfica, habrían de constituir una combinación feliz para los narcotraficantes. La vecindad con Colombia debía sugerir que uno de los “daños colaterales” que produciría el “Plan Colombia” iba a ser, inevitablemente, el desplazamiento desde aquel país hacia el nuestro de una parte importante de la actividad delictiva de los narcos. Eso obligaba al Estado venezolano a prever y prevenir, creando y desarrollando los dispositivos adecuados para hacer frente a la entonces preocupante perspectiva. Nunca se hizo de manera seria y tampoco se hace ahora. De allí que el problema se haya tornado monstruoso.
El reciente decomiso de dos toneladas de cocaína en Margarita, y la detención de cinco funcionarios del Cicpc inducen una reflexión ineludible sobre los alcances del narco en el entramado del Estado. ¿Constituyen estos cinco funcionarios un caso aislado? Muy poco probable. Conocido el poder corruptor del dinero negro y la necesidad que tiene el narco de contar con la complicidad de funcionarios policiales y militares, que por sus atribuciones son los mejor colocados para asegurar la impunidad de acciones de contrabando, no sería nada descabellado imaginar que los cinco petejotas de Margarita son apenas la punta de un iceberg, cuya parte oculta, es imposible no presumirlo, llega mucho más arriba. Policías cómplices del narco, jueces que se inhiben de conocer el caso: ¿qué más necesitamos para tomar conciencia de que estamos ante una verdadera emergencia nacional? El futuro inmediato no luce nada prometedor si se toma nota de que las primeras trincheras de la lucha contra el delito en general y contra el narcotráfico en particular, que son las policiales, las de la Guardia Nacional y las judiciales, están gravemente infiltradas por el enemigo hamponil. El Estado está gangrenado, pero sus máximos representantes, en el gobierno, no parecen darse por enterados a juzgar por el poco espacio que ocupa en el tiempo mediático del Presidente el tema de la delincuencia y del narcotráfico, sobre el cual no recordamos haber escuchado jamás al jefe del Estado emitir juicio alguno.