Naufragio de la utopía socialista, por Américo Martín
Aunque el título de esta columna lo sugiere, no me apartaré ni un milímetro de las realidades actuales del poder y de la incontenible presión social a favor de un cambio democrático urgente en Venezuela. El caso es que muchos autores aluden a la crisis del socialismo del siglo XXI como factor básico de los lamentables resultados del modelo implantado por Hugo Chávez y sus seguidores, por más de dos largas décadas. Comparto ese criterio, pero es preciso explicar la incidencia del factor ideológico en tan doloroso proceso.
Como se recordará, Hugo Chávez trabajó activamente para alcanzar el liderazgo principal en Venezuela, luego en el Continente y, a ratos, en el mundo entero.
Su audacia despertó la ambición de muchos movimientos, países y personalidades que no dejaron de ver lo obvio, la inmensa fortuna petrolera con las mayores reservas del planeta y con un enorme desarrollo refinador, construido –por cierto– por los gobiernos democráticos, de los que se convirtió en la Némesis implacable.
Como quiera que el curioso personaje encontró rentable convertirse en la antípoda del poderoso imperio norteamericano, el interés por alentarlo se multiplicó en varios continentes.
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No obstante, Chávez , ingenioso e imaginativo, creyó carecer de una cualidad propia de los grandes líderes socialistas y comunistas, a saber, una teoría original asociada a su persona que elevara su rango intelectual.
Fidel y el marxismo fueron entonces su modelo personal, porque la democracia se unía a dos condiciones que no podía aceptar: la alternancia y los “excesivos” límites del ejercicio del poder establecidos por los derechos de la persona humana.
Autorizados por el marxismo, los líderes tradicionales gozaron del privilegio de la perpetuidad, solo se iban del poder, muertos o derrocados por sus émulos. En ese particular, el vigoroso dirigente barinés se sintió seguro de sus leales y de su perspicacia para frustrar cualquier intentona mal encaminada.
Sin embargo, el marxismo y Fidel ofrecían otra complicación, tenían todas las respuestas preelaboradas. Había un leninismo, un stalinismo, un trotskismo, un bujarinismo, un titoismo y, por supuesto, un fidelismo. Eran muchas las resistencias que se fueron creando contra todos esos ensayos, era preciso -entonces-, sin abandonar los grandes privilegios que el sistema otorgaba al totalitarismo, poner su firma personal en el modelo que se implantaba en Venezuela.
Fue así que por sugerencia de sus aliados o por ocurrencia propia, fundó el socialismo siglo XXI. Con el ímpetu que le caracterizaba, le calzó la fórmula “hecho en socialismo” a cualquiera de sus ejecutorias.
Su problema comenzó a crecer en la medida en que la democratización se fue convirtiendo en la idea fuerza en –virtualmente– todo el universo, la democracia era una idea destinada a permanecer si sabía renovarse, porque era también un sistema organizado para atender los dos problemas fundamentales del Estado: la socialización de la democracia mediante la participación y, con el respeto a los derechos humanos, el control social para garantizar la funcionalidad del conjunto.
Enfrentarse a eso con un mejunje ideológico de ideas nada novedosas, con un vacío de respuestas prácticas, por fallidas en todos los territorios, que la mención al siglo XXI por sí sola no podría alzar su reputación.
Lanzó entonces un llamado abierto a debatir sobre el socialismo del siglo XXI y, ni siquiera, sus más cercanos compañeros –por no decir él mismo– aportaron cosas de interés. ¿Por qué ese debate no prosperó? La mejor explicación, según creo, la proporciona el profesor Alfredo Ramos Jiménez, director de la revista Ciencia política, señala que el mundo está cada vez más interesado en los avances de la democracia posible porque, en las condiciones de la globalización, las fórmulas ideológicas chocan con un universo de situaciones y hechos cada vez más desideologizados.
En consecuencia, el socialismo siglo XXI ha terminado en la fosa común donde yacen el socialismo, el marxismo, el maoísmo, el stalinismo, el trotskismo, el titoismo, el bujarinismo. Es una utopía al igual que todas las mencionadas.
La definición más apropiada de lo que es una utopía la proporciona el DRAE, en dos acepciones: 1) lo que no existe y 2) programa optimista inaplicable en el momento en que fue formulado.
Entonces, ¿qué es?
La gris realidad de los controles, las estatizaciones, la propensión totalitaria y la violación de los derechos humanos.
Haber luchado durante veinte años por “lo que no existe” o por “lo que no es aplicable” ofrece todas las explicaciones del naufragio de la utopía chavista.
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