Navidad bogotana, en voz baja
Canadá y Colombia comparten una misma característica en navidad: la ausencia de bullicio en las casas. La celebración puntual, formal, limitada, contenida, en Bogotá hace valorar a la distancia el tintineo incesante de copas en Caracas, y hasta las detonaciones
Autor: Ernesto Campo
Esta será mi quinta navidad consecutiva fuera de casa y todavía no decido si hacen más ruido los matasuegras, los silbadores que incansablemente intentan colarse bajo la puerta, las ráfagas de disparos distantes, los tumbarranchos que revientan en los bajantes de basura, las cebollitas que ponen a prueba el granito del pasillo, o no escuchar el “Feliz año” efusivo y etílico de mi familia.
Aclaro que no ha pasado tiempo suficiente como para que la nostalgia me haya convertido en amante de las explosiones que me impiden dormir, de aquellos estruendos que me hacían más palpitante la resaca, o del bendito olor a pólvora que me disparaba la rinitis. Mis alergias decembrinas han desaparecido, eso se lo debo al exilio, y he encontrado un inmenso placer en saltarme invitaciones a algún “compartir” navideño, ahora que tengo la posibilidad de caer como un tronco en esta cama, a 1.400 kilómetros de mi cama, y no ser molestado.
Como mi familia, la nuclear, la de papá, mamá y dos hermanas, no soy amante de las emociones fuertes. Si nuestro acto más temerario era pararnos en El Guapo a comer cachapas con cochino frito, no digo en diciembre sino en cualquier otro momento del año, era previsible que yo no desarrollara el talento para hacer explotar cosas con mechas sin poner en peligro una extremidad. ¿Ni las estrellitas? Me han preguntado. Ni las estrellitas, niego, reniego. Y he tenido que defender mi convicción de pacifista, o mi espíritu aburrido, mostrando dos cicatrices: una en un tobillo (un silbador me rozó en mi intento de escape) y otra pequeña, como un rayito, entre el índice y el pulgar de la mano izquierda, cortesía de una estrella de bengala.
Pero estar lejos no solo me ha llevado a inventariar quemaduras, sonidos y males, me ha retado a reproducir el sabor de mi casa a punta de videos de Youtube, con ingredientes que ni son iguales ni se llaman de la misma forma, con manos que no son las de mi mamá si no las mías. A estas alturas, lo digo con verdadero pesar, ya mi paladar no recuerda por qué las mejores hallacas eran las suyas, aunque ella me dicte los ingredientes y los pasos por WhatsApp o Skype, cuando el Aba lo permite.
Mi escasa memoria de tan maratónico proceso es la que se puede adquirir desde la perspectiva del que amarra, con un ojo puesto en la malísima película navideña que ha visto mil veces con placer culposo y el otro en las pasas que roba del centro de la mesa. Le he preguntado a Google si el guiso se cocina antes o si la hallaca va toda cruda a la olla. He olvidado cuándo se echa el onoto y amasado con harina de maíz blanca, antes de encontrarle la explicación a tanta palidez. Me he acordado de que había que ponerle sal a la masa con las hallacas ya en la olla. He esquivado la pregunta de mi mamá de cómo me quedaron y me he puesto a hablarle del clima, de la nieve, de los conejos que corren sin que nadie se los coma. Ella se enternece, pasamos a hablar de mis sobrinos. Y me salvo, digo yo.
En Canadá primero y en Colombia después, en reuniones en las que se habla bajito, no se baila, hay dos o tres botellas de vino para 10 y el colesterol se reparte a tasas inofensivas entre los comensales. Me he preguntado si somos los venezolanos los únicos que valoramos tanto la partida del año, si sobredimensionamos la fecha, si de veras estamos tan contentos o solo pretendemos estarlo.
Nueve días antes de la Navidad, los colombianos comienzan a celebrar la Novena de Aguinaldos, instalando pesebres. El último día de ese novenario es el 24 de diciembre, cuando los rezos dan paso a la comilona, mucho antes de la medianoche y de los regalos. En las calles, los adornos iluminan el asfalto.
En estas reuniones no hay ninguna posibilidad de que un familiar o amigo borracho te prometa, y cumpla, llevarte a la playa el 1º de enero (la playa está lejísimos, inalcanzable). Nadie tiene que asumir la faena de distribuir la sopa a los que se desmayen de la pea y pongan en peligro el amanecer frente al mar. Tampoco hay ninguna tía pendiente, qué alivio, de que los niños no quemen el pasillo, o a otros niños.
*Lea también: Navidad en México, de las hallacas a los tamales
Y cuidado que las apariencias engañan. En Colombia, recuerdo haber escuchado en la radio, una semana después de Halloween (la fiesta que los bogotanos se toman más en serio), a un locutor que decía que ya era hora de empezar con los ensayos de navidad, de una prenavidad o algo así. Luego, dejó sonar el repertorio conocido, y confirmé que las campanas de la iglesia de aquí también están sonando y que el año viejo te lega caprinos.
Pero eso no me ilusionó tanto como saber que la navidad arrancaba el 7 de diciembre, con el encendido de velas en honor a la Inmaculada Concepción. Un mes de celebraciones, pensé. Un mes comiendo, salivé. Pero no pasaron ninguna de las dos cosas. El mes se me pasó perfeccionando mi técnica para envolver regalos en una librería, buscando algo parecido a un pan de jamón en las panaderías y tratando de encontrarle un gustico remoto a hallaca en los tamales. Tiempo perdido.
Aquella navidad en Colombia me pareció más dura e insípida porque fue la primera sin ningún miembro de la familia al alcance, así que los buñuelos, la natilla y el masato no tienen la culpa. No ayudó que una sola torre monopolizara el lanzamiento de fuegos artificiales y que media hora después la ciudad muriera, para despertarse, siete horas más tarde, a trabajar como si nada, hasta la noche. Admito que allí pesó la envidia, porque yo no tenía un trabajo al cual ir.
Esta navidad no estoy solo como durante aquellas aburridas horas, y hasta perra que nos ladre tenemos. Nos preocupa más la nutrición de nuestra hija adoptiva que si las hallacas se van a parecer por fin a las de mi mamá, o cómo voy a hacer el pernil si no tengo horno, o si al menos tengo plata para el pernil. Y sé que ella, como es colombiana, no me dejará dormir hasta tarde el 1º de enero, porque tiene que ir a hacer lo suyo. No me dejará tiempo, en el paseo al parque, para meditar por qué me reconfortaba escuchar cada feliz año, con tufo a champaña o whisky. Ella, con la que comparto esa relación difícil con los triquitraquis (parece que vivió en una zona donde sí corría la pólvora, sin temor a las multas), se me echará a los pies, me morderá las trenzas de los zapatos, mi esposa me abrazará y olvidaré, al menos por un rato, que estoy tan lejos.
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