Negociación, por Aglaya Kinzbruner

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Si bien la mayoría de las personas son lingüísticamente enanas, todos creen saber en qué consiste una negociación. Y es que, contrariamente a una creencia común una negociación no implica llegar a un verdadero acuerdo después de que cada parte explica su punto de vista, su oferta mínima, la máxima y su punto de no retorno para llegar a una especie de distancia media entre las dos partes. Porque realmente también se puede dar otro tipo de negociación. Una parte se impone a la otra por presentar una realidad de mayor fuerza e irreconciliable con la postura de la parte contraria.
Entre todos los negociadores famosos destacan Nelson Mandela, Julio César, Winston Churchill etc. Mencionarlos todos ocasionaría lo menos la aparición de un dolorosísimo túnel carpiano. Pero hubo en tiempos pasados una mujer, una gran negociadora nunca superada, Sherezade, Shiraz en persa o farsi, una chica de buena familia, hija de un vizir.
Resulta que en aquellos tiempos había un sultán llamado Sharyar que había tenido la mala suerte que su primera esposa le había sido infiel. En vez de resignarse, olvidarse del asunto y volverse a casar, este sultán decidió casarse otra vez, tener su primera noche y luego al día siguiente, mandar a matar a la esposa, para que, no tuviese tiempo, ni que fuera Verstappen o algún corredor de gran velocidad, para serle infiel. Pronto en el reino, se acabaron las jóvenes de buena familia, quizás nunca fueron tantas, añadiendo algunas que habían puesto pies en polvorosa, y el rey ya no tuvo con quién casarse.
Y aquí, se manifestó Sherazade, habló con su papá y le dijo que se ofrecía para casarse con el sultán porque tenía un plan infalible que haría que él terminaría negociando con ella. El vizir en un comienzo no estuvo muy de acuerdo pero ella insistió mucho y él pensó que el cuello no era el suyo y dio su permiso. El sultán Sharyar aceptó la oferta y la boda se celebró poco después, no sea que el verdugo se fuera de vacaciones o la espada perdiera su filo.
Al perfilarse la noche Sherezade se puso su vestido o, mejor dicho, su desvestido más lindo y se presentó al sultán en todo su joven esplendor. El plan de Sherezade era muy sencillo. Consumida o consumada la primera noche, aquí nos encontramos otra vez con el problema del enanismo lingüístico, ella empezaría a contarle un cuento y lo interrumpiría en el mejor momento para garantizarse una luna de miel un poco más larga de un día y una noche, donde la única duda podría ser si el sultán era o no un buen oyente.
No sabemos si lo era o no porque después de cumplir con su deber conyugal, él se quedó dormido pero sí llegó a escuchar las últimas frases del cuento y le pidió muy cortésmente que volviera al día siguiente porque pensó que una mujer que puede echar un cuento después de un ejercicio tan agotador, podría ser una valiosa posesión para el reino.
Y así fue por más de mil y una noches, más de tres años según nuestros cálculos. Cuando, sin embargo, Sherezade le dijo al sultán que se había quedado sin más inventiva, él le dijo: «Tranquila, debo confesarte que me gustas mucho. Por el material no te preocupes, que no oigo bien por mi oído izquierdo y del derecho ni hablar». Se abrazaron y fueron felices para siempre.
Muchos hermosos cuentos contó Sherezade al sultán y el que más le gustó fue el de Ali Babá y los cuarenta ladrones. Y su famoso mantra «Ábrete Sésamo» y «Ciérrate Sésamo». «¿Sabes una cosa? – dijo él – algo no me cuadra. ¿Por qué Kassim, el hermano malo de Alí Babá no se conformó como él de robar sólo un poquito? Él cometió un robo doble, a Alí su hermano y a los 40 ladrones. Robo doble trae mala suerte. Por eso olvidó las palabras mágicas para salir de la cueva y los ladrones lo mataron.»
Y como otro ejemplo de negociación contaremos lo que pasó con los soldados americanos que ocuparon al Japón después de la Segunda Guerra Mundial. Resulta que cuando las autoridades los llamaron para que volviesen a su patria al terminar su tiempo en el país oriental, algunos no quisieron volver. El Pentágono se molestó. Había que negociar su vuelta. Hasta obligarlos de ser necesario. Una implosión demográfica era inaceptable. Volverían o volverían, fue el mandato. La noticia corrió como la pólvora y una de las novias norteamericanas abandonadas le escribió furiosa una nota a su ex novio. «Pero, ¿qué tienen las japonesas que no tengamos nosotras?» No sé, contestó el marine, pero lo ¡tienen aquí!
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Aglaya Kinzbruner es narradora y cronista venezolana.
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