Ni indiferentes ni indefensos, por Ana Milagros Parra
En un país con su estructura estatal prácticamente desintegrada, donde el control solo es posible mediante el uso de la violencia y las vías institucionales para iniciar una transición están estancadas, la fuerza recae en la organización y presión ciudadana.
El análisis de la situación del país y las propuestas de cambio planteadas, son tan dicotómicas como reduccionistas y utópicas:
- Una intervención militar extranjera que despoje al país de todos sus males, depositando todo el peso en una comunidad internacional en crisis.
- Un cambio provocado por la vía institucional totalmente a merced del gobierno, mientras se ruega por un acuerdo con base en una negociación sin incentivos para los perpetradores.
No se puede seguir viendo la crisis venezolana con lentes en blanco y negro. La urgencia de un cambio de régimen está más que justificada, pero el cortoplacismo y la construcción de esperanza basada en soluciones mágicas y rápidas, solo logra desmoralizar y extender el sufrimiento, además impide la organización y observación de la situación de manera satelital.
Se debe trabajar con lo que se tiene, no con lo que se quiere. La presión internacional es complementaria a la doméstica; la ciudadanía es quizá el activo más importante.
Desde la llegada de Hugo Chávez a la presidencia, no ha pasado un año sin que la sociedad civil venezolana haya intentado hacerle frente a las decisiones y atropellos del líder. Huelgas gremiales, marchas, coaliciones de partidos para desafiar por vías institucionales, etc. Antes se protestaba por temor a un futuro próximo y por la pérdida paulatina de libertad, hoy es por condiciones básicas de vida. Ese futuro próximo ahora es presente.
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La popularidad del caudillo se mantuvo principalmente por la cantidad exorbitante de ingresos petroleros, los cuales brindaron una sensación de desarrollo que le facilitó la victoria en las elecciones que utilizaba para legitimarse, mientras hacía estragos con la institucionalidad del país.
Su proyecto político, heredado por Nicolás Maduro, logró dividir a esa sociedad civil, al punto donde se culpan unos con otros por no haber detenido la debacle a tiempo. Como si en algún momento se hubiese dejado de luchar.
El deber de la oposición es aprovechar el sentimiento de resistencia y el descontento actual, no sin antes coordinarse estratégicamente, centrarse en reconstruir el tejido social y la confianza perdida durante años.
Asumir un cargo público no debe estar ya dentro de los objetivos de la dirigencia opositora, principalmente por la evolución de la estructura estatal del país, donde el autoritarismo está institucionalizado.
Su labor es enfocar sus esfuerzos en organizarse, y comprender que hay vías no-violentas para oponerse, sin que signifiquen la subordinación a los mecanismos que convenientemente el chavismo deja disponible para la expresión o participación política.
Mentalidad de resistencia, la cual se basa en negarse a ceder ante las expresiones de la dominación, al margen de las características que estas últimas tengan.
Esto no significa que se satanicen las vías institucionales planteadas, pero deben entenderse como herramientas y no como el único camino disponible. El Estado venezolano está al borde del colapso, dejó de cumplir con sus objetivos, por lo que hay que actuar con base en la realidad y no en ideales.
Bajo un régimen que ha tenido como objetivo eliminar cualquier forma de participación social, empleando controles políticos a la población, lo planteado acá representa otro reto. El trabajo es largo, doloroso, con recaídas y riesgos. Un trabajo que se ha venido ejecutando desde hace años, siendo un deber fortalecerlo mucho más en la actualidad.
El poder no solo recae en la violencia.
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