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Nicaragua o la perversión como ideal, por Gustavo J. Villasmil-Prieto



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Nicaragua o la perversión como ideal / Daniel Ortega y Edén Pastora alias Comandante cero
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Gustavo J. Villasmil-Prieto | @gvillamil99 | agosto 31, 2024

X: @Gvillasmil99


«El comunismo no es un gran ideal que ha sido pervertido. Es una perversión que se ha vendido como un gran ideal».

Olavo de Carvalho

Fue en una tarde de agosto de 1982, hace 42 años. Mi compañero de curso y amigo, el hoy psiquiatra y excelente editor David Malavé, fijó con cuatro «chinches», en una cartelera de la entonces Escuela Básica de Medicina, la magnífica gráfica a todo color que había recortado de la primera página del diario 2001 en la que aparecía, altiva y desafiante, la imagen de Edén Pastora izando la bandera rojinegra del FSLN en la azotea del Palacio Nacional de Managua. El mítico «Comandante Cero» le asestaba así al somocismo un golpe de opinión pública del que nunca pudo recuperarse.

Mi generación siguió y apoyó con pasión la lucha antisomocista en Nicaragua y tuvo en sus grandes nombres –Tomás Borge, Sergio Ramírez, Carlos Fonseca Amador, el padre Cardenal, Carlos Mejía Godoy, Humberto Ortega, entre otros- a figuras inspiradoras. Tendría que agregar a la lista a Dora María Téllez, la «Comandante Dos» –estudiante de Medicina- y a un joven Daniel Ortega – hermano de Humberto– a quien luego veríamos al frente de la reconstrucción que siguiera al derrocamiento de «Tachito» Somoza. Nada hacía presagiar entonces lo que de cada uno de ellos terminó siendo, particularmente del último.

El sandinismo representó para mi generación una épica ejemplar centrada en ideales de justicia y libertad largamente reprimidos en una Iberoamérica azotada por autoritarismos militares cuya alineación con los intereses norteamericanos los hacía a nuestros ojos moralmente condenables.

Condena que –por cierto– jamás se nos habría ocurrido a hacer al autoritarismo cubano, alineado entonces a los intereses soviéticos. Mucho nos costó comprender que lo que en los regímenes comunistas llamaban «defensa de la revolución» era exactamente lo mismo que a lo que los generales de Centroamérica y el Cono Sur llamaban «defensa de la patria»: la misma matazón, las mismas torturas, las mismas atroces técnicas de represión.

En los ambientes universitarios venezolanos, iberoamericanos y europeos de entonces – en muchos incluso sigue siendo así todavía– machacar carne humana en salas de tortura se tenía como cosa exclusiva de los regímenes de derechas, jamás de los de izquierdas. Así las cosas, más de un «camaradita» de la época estaba convencido de que a Ali Lameda quizás lo tuvieron en calidad de «huésped» durante siete años en algún «spa» de Pyongyang, pero ¡jamás preso!

Así veía el mundo la nuestra, generación de pobres muchachitos ignorantes indigestados por la lectura de los manuales de Martha Harnecker. Nos emocionábamos al escuchar la «Canción urgente para Nicaragua» sin preguntarnos por qué a Silvio Rodríguez jamás se le ocurrió escribirle una a la atormentada Camboya del Pol-Pot. Entonábamos a coro la «Canción del Elegido» dedicada a la memoria de Abel Santamaría, sin nunca detenernos a pensar por qué no hubo una a la Peter Fechter, el muchacho germano oriental al que los guardias ametrallaron cuando quiso saltarse el muro de Berlín.

Tarareábamos las coplas de Carlos Mejía Godoy y llorábamos compungidos, fundidos en un solo gran abrazo, con las estrofas de aquella canción en la que se evocaban las ensangrentadas calles de Santiago de Chile, sin tan siquiera presentir que décadas más tarde la sangre correría por las de Caracas.

En aquella Nicaragua, Anastasio Somoza Debayle – «Tachito» –de cuyo padre dijera John Foster Dulles era «un hijo de puta, pero nuestro hijo de puta», era el «malo» de la partida y Fidel Castro, el «bueno». Por el mismo motivo, Ronald Reagan era el «imperialista», pero Leònid Brezhnev una especie de «abuelito» como el de Chudakov. Serían la historia y el tiempo los encargados a la postre de develarnos las peores verdades de la formidable estafa revolucionaria perpetrada por el marxismo en estas pobres tierras nuestras, laboratorio por excelencia de cuanta aporía ideológica se haya concebido en el mundo.

Tomas Borge murió en «la buena». Sergio Ramírez terminó desterrado y posteriormente despojado de la nacionalidad nicaragüense. Carlos Fonseca no viviría para presenciar lo que la revolución sandinista terminó siendo, Dora Maria Tèllez acabó presa y las cenizas del padre Cardenal olvidadas en algún hueco en Solentiname bastante antes de que el gobierno del que fuera su partido terminara exiliando nada menos que al Arzobispo de Managua.

Humberto Ortega aún vive. Dice ser empresario y se define como «de centro» y el hijo de Mejía Godoy – quien ahora está instalado en Madrid– se alistó al US Army. El fin de historia de Edén Pastora sería muy otro, siendo que al menos algo pudo «cobrar» a cuenta de su fama de tipo audaz y echador de plomo.

*Lea también: La consolidación autoritaria en Venezuela, por Juan Manuel Trak

Pastora embarcó a Nicaragua en una guerra civil tras el derrocamiento de Somoza, insurgiendo contra sus antiguos camaradas del FSLN. ¡Hasta Caracas vino a dar con su «show»! Alguna vez lo pusieron al frente de un proyecto de dragado – ¡qué podría saber de eso! – que casi enfrentó a Nicaragua con la pacífica Costa Rica como consecuencia del desmadre ecológico que la cosa generó. Viejo y desprestigiado, el heroico «Comandante Cero» de nuestra adolescencia terminaría levantándole la mano servilmente a Ortega para finalmente rendir la vida víctima del ultramicroscópico SARS-CoV2, con Nicaragua – el «país de los muchos lagos», en lengua náhuatl – convertida en hazmerreír del mundo y en vergüenza para una generación que hace cuatro décadas ovacionó de pie a su revolución.

De aquel elenco solo quedó en pie, tan borracho de poder como el odiado Anastasio Somoza de mi juventud, Daniel Ortega, tirano de Nicaragua y conocido violentador de muchachitas. Pero no fue que aquella revolución, a la que saludáramos con tanto fervor en nuestra juventud agitando banderitas de papel lustrillo, se degradó, no: ella misma entrañaba una degradación igual sino peor a la del somocismo.

Tal es el destino de toda revolución marxista. Intercambie usted a Bolívar por Farabundo o a Sandino por el Apóstol Martí y ¡listo!: la patraña queda montada.

El que entendió, entendió.

Gustavo Villasmil-Prieto es Médico-UCV. Exsecretario de Salud de Miranda.

TalCual no se hace responsable por las opiniones emitidas por el autor de este artículo

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